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Homilias en el tiempo de Navidad
24 - 12 - 2015 - GENERALES -

De los archivos de dos grandes Papas homiléticos, León Magno y Benedicto XVI. Con los links a los cantos gregorianos de este tiempo litúrgico 

 En la Iglesia latina, la celebración litúrgica de la Navidad nace en la mitad del siglo IV, en el punto culminante de las controversias cristológicas que ponían en peligro la divinidad de Jesús o en caso contrario su humanidad.

En Roma era la época del papa León, que pasará luego a la historia como "Magno". Sus homilías en las fiestas de Navidad y de Epifanía contribuyeron en forma decisiva a consolidar el dogma de la encarnación, el nacimiento del Verbo de Dios en la carne, como corazón de la elevación a Dios de todo el hombre.

En Italia, la última publicación de las diecinueve espléndidas homilías navideñas de san León Magno es del 2014, por el Centro Editorial Dehoniano. Pero se pueden leer algunas también en la antología web de textos patrísticos denominada "Monastero virtuale":

Cuatro sobre la Navidad:

> Leone Magno: Omelie sul Santo Natale

Y tres sobre la Epifanía:

> Leone Magno: Discorsi sull'Epifania

Pero al igual que León Magno, también otro Papa más cercano a nosotros, más aún, muy próximo, pasará a la historia por sus homilías litúrgicas: Benedicto XVI.

Las homilías navideñas están entre sus obras maestras. Aquí a continuación se dan las referencias a sus textos completos y se recuerdan algunas pasajes emblemáticos.

Y si alguien quisiera escuchar también los cantos litúrgicos del tiempo de Navidad en la liturgia latina no tiene más que ir al sitio web de los "Cantori Gregoriani", dirigidos por el maestro Fulvio Rampi:

> Natale del Signore - Messa della notte

> Natale del Signore - Messa del giorno

Y así sucesivamente para las festividades posteriores, abriendo cada vez en la home page del sitio web la ventana "La domenica liturgica":

> www.scuoladicantogregoriano.it

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> HOMILÍA DE LA NOCHE DE NAVIDAD

24 de diciembre de 2006

Isaías 9, 1-6
Tito 2, 11-14
san Lucas 2, 1-14

… La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo.

Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado» (Is 10,23; Rm 9,28). Los Padres lo interpretaron en un doble sentido. El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en todos los niños que sufren y son explotados en el mundo, tanto los nacidos como los no nacidos. En los niños convertidos en soldados y encaminados a un mundo de violencia; en los niños que tienen que mendigar; en los niños que sufren la miseria y el hambre; en los niños carentes de todo amor. En todos ellos, es el niño de Belén quien nos reclama; nos interpela el Dios que se ha hecho pequeño. En esta noche, oremos para que el resplandor del amor de Dios acaricie a todos estos niños, y pidamos a Dios que nos ayude a hacer todo lo que esté en nuestra mano para que se respete la dignidad de los niños; que nazca para todos la luz del amor, que el hombre necesita más que las cosas materiales necesarias para vivir.

Con eso hemos llegado al segundo significado que los Padres han encontrado en la frase: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado ». A través de los tiempos, la Palabra que Dios nos comunica en los libros de la Sagrada Escritura se había hecho larga. Larga y complicada no sólo para la gente sencilla y analfabeta, sino más todavía para los conocedores de la Sagrada Escritura, para los eruditos que, como es notorio, se enredaban con los detalles y sus problemas sin conseguir prácticamente llegar a una visión de conjunto. Jesús ha «hecho breve» la Palabra, nos ha dejado ver de nuevo su más profunda sencillez y unidad. Todo lo que nos enseñan la Ley y los profetas se resume en esto: « Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mt 22,37-39). Esto es todo: la fe en su conjunto se reduce a este único acto de amor que incluye a Dios y a los hombres. Pero enseguida vuelven a surgir preguntas: ¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente si apenas podemos encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y siente tantas cosas contradictorias en el mundo que nos oscurecen su rostro?

Llegados a este punto, confluyen los dos modos en los cuales Dios ha "hecho breve" su Palabra. Él ya no está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Se ha hecho nuestro prójimo, restableciendo también de este modo la imagen del hombre que a menudo se nos presenta tan poco atrayente. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo. Por nosotros asume el tiempo. Él, el Eterno que está por encima del tiempo, ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo. Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a sí mismo. ¡Dejemos que esto haga mella en nuestro corazón, nuestra alma y nuestra mente! Entre tantos regalos que compramos y recibimos no olvidemos el verdadero regalo: darnos mutuamente algo de nosotros mismos. Darnos mutuamente nuestro tiempo. Abrir nuestro tiempo a Dios. Así la agitación se apacigua. Así nace la alegría, surge la fiesta. Y en las comidas de estos días de fiesta recordemos la palabra del Señor: «Cuando des una comida o una cena, no invites a quienes corresponderán invitándote, sino a los que nadie invita ni pueden invitarte» (cf. Lc 14,12-14). Precisamente, esto significa también: Cuando tú haces regalos en Navidad, no has de regalar algo sólo a quienes, a su vez, te regalan, sino también a los que nadie hace regalos ni pueden darte nada a cambio. Así ha actuado Dios mismo: Él nos invita a su banquete de bodas al que no podemos corresponder, sino que sólo podemos aceptar con alegría. ¡Imitémoslo! Amemos a Dios y, por Él, también al hombre, para redescubrir después de un modo nuevo a Dios a través de los hombres...

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Pero ver también otras homilías pronunciadas por Benedicto XVI en la noche de Navidad:

> 24 de diciembre de 2005

> 24 de diciembre de 2007

> 24 de diciembre de 2008

> 24 de diciembre de 2009

> 24 de diciembre de 2010

> 24 de diciembre de 2011

> 24 de diciembre de 2012

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> HOMILÍA DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA FIESTA DE MARÍA, MADRE DE DIOS

31 de diciembre de 2006

Gálatas 4, 4-5

… Se confrontan dos valoraciones de la dimensión "tiempo": una cuantitativa y otra cualitativa. Por una parte, el ciclo solar, con sus ritmos; por otra, lo que san Pablo llama la "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4), es decir, el momento culminante de la historia del universo y del género humano, cuando el Hijo de Dios nació en el mundo. El tiempo de las promesas se cumplió y, cuando el embarazo de María llegó a su fin, "la tierra —como dice un salmo— dio su fruto" (Sal 66, 7). La venida del Mesías, anunciada por los profetas, es el acontecimiento cualitativamente más importante de toda la historia, a la que confiere su sentido último y pleno. Las coordenadas histórico-políticas no condicionan las decisiones de Dios; el acontecimiento de la Encarnación es el que "llena" de valor y de sentido la historia. Los que hemos nacido dos mil años después de ese acontecimiento podemos afirmarlo —por decirlo así— también a posteriori, después de haber conocido toda la vida de Jesús, hasta su muerte y su resurrección. Nosotros somos, a la vez, testigos de su gloria y de su humildad, del valor inmenso de su venida y del infinito respeto de Dios por los hombres y por nuestra historia. Él no ha llenado el tiempo entrando en él desde las alturas, sino "desde dentro", haciéndose una pequeña semilla para llevar a la humanidad hasta su plena maduración. Este estilo de Dios hizo que fuera necesario un largo tiempo de preparación para llegar desde Abraham hasta Jesucristo, y que después de la venida del Mesías la historia no haya concluido, sino que haya continuado su curso, aparentemente igual, pero en realidad ya visitada por Dios y orientada hacia la segunda y definitiva venida del Señor al final de los tiempos. La maternidad de María, que es a la vez acontecimiento humano y divino, es símbolo real, y podríamos decir, sacramento de todo ello…

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Pero ver también otras homilías pronunciadas por Benedicto XVI en las primeras vísperas de la fiesta de María, Madre de Dios:

> 31 de diciembre de 2007

> 31 de diciembre de 2008

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> HOMILÍA DE LA FIESTA DE MARÍA, MADRE DE DIOS

1 de enero de 2010

Números 6, 22-27
Gálatas 4, 4-7
san Lucas 2, 16-21

… Todo el relato bíblico se puede leer como un progresivo desvelamiento del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo. "Al llegar la plenitud de los tiempos —nos ha recordado también hoy el apóstol san Pablo—, envió Dios a su Hijo" (Ga 4, 4). Y en seguida añade: "nacido de mujer, nacido bajo la ley". El rostro de Dios tomó un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, a la que por esto veneramos con el título altísimo de "Madre de Dios". Ella, que conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo exclusiva con el hijo recién nacido. El primer rostro que el niño ve es el de la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, consigo mismo, con los demás y con Dios; y también es decisiva para que pueda convertirse en un "hijo de paz" (Lc 10, 6).

Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada "de la ternura", que representa al niño Jesús con el rostro apoyado —mejilla con mejilla— en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza, la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a "dar a su Hijo unigénito" (Jn 3, 16). Pero ese mismo icono nos muestra también, en María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a todos los hombres la buena noticia: "Ya no eres esclavo, sino hijo" (Ga 4, 7), como leemos también en san Pablo...

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Pero ver también otras homilías pronunciadas por Benedicto XVI en la fiesta de María, Madre de Dios:

> 1 de enero de 2008

> 1 de enero de 2009

> 1 de enero de 2011

> 1 de enero de 2013

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> HOMILÍA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

6 de enero de 2010

Isaías 60, 1-6
Efesios 3, 2-3a.5-6
san Mateo 2, 1-12

… Esos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a lo largo de todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben avanzar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquel que aparentemente es débil y frágil, pero que en cambio puede dar la alegría más grande y más profunda al corazón del hombre. De hecho, en él se manifiesta la realidad estupenda de que Dios nos conoce y está cerca de nosotros, de que su grandeza y su poder no se manifiestan en la lógica del mundo, sino en la lógica de un niño inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que se confía a nosotros. A lo largo de la historia siempre hay personas que son iluminadas por la luz de la estrella, que encuentran el camino y llegan a él. Todas viven, cada una a su manera, la misma experiencia que los Magos.

Llevaron oro, incienso y mirra. Esos dones, ciertamente, no responden a necesidades primarias o cotidianas. En ese momento la Sagrada Familia habría tenido mucha más necesidad de algo distinto del incienso y la mirra, y tampoco el oro podía serle inmediatamente útil. Pero estos dones tienen un significado profundo: son un acto de justicia. De hecho, según la mentalidad vigente en aquel tiempo en Oriente, representan el reconocimiento de una persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión. Quieren decir que desde aquel momento los donadores pertenecen al soberano y reconocen su autoridad. La consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos ya no pueden proseguir por su camino, ya no pueden volver a Herodes, ya no pueden ser aliados de aquel soberano poderoso y cruel. Han sido llevados para siempre al camino del Niño, al camino que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos de este mundo y los llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, al camino del amor, el único que puede transformar el mundo.

Así pues, no sólo los Magos se pusieron en camino, sino que desde aquel acto comenzó algo nuevo, se trazó una nueva senda, bajó al mundo una nueva luz, que no se ha apagado. La visión del profeta se ha realizado: esa luz ya no puede ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y serán iluminados por la alegría que sólo él sabe dar...

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Pero ver también otras homilías pronunciadas por Benedicto XVI en la fiesta de la Epifanía:

> 6 de enero de 2006

> 6 de enero de 2007

> 6 de enero de 2008

> 6 de enero de 2009

> 6 de enero de 2011

> 6 de enero de 2012

> 6 de enero de 2013

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A propósito de las homilías de Joseph Ratzinger, hace pocos días se editó en Alemania y en Italia un volumen con diez de sus predicaciones litúrgicas inéditas, pronunciadas por el entonces cardenal entre 1986 y 1999 en Pentling, el pequeño pueblo a las puertas de Ratisbona [Regensburg], donde él había comprado una casa para retirarse con su hermano Georg, cuando concluyera su servicio romano.

Las homilías corresponden a las Misas del VII Domingo de Pascua del año A del leccionario, de la vigilia de Pentecostés, de la fiesta de la Asunción, del XVIII domingo "per annum" de los años B y C, del XX domingo del año C, del XXI domingo de los años A y C (en el segundo caso dos homilías en fechas distintas) y del XXII domingo del año C.

Los dos libros son los siguientes:

> Joseph Ratzinger, "Pentlinger Predigten", Schnell & Steiner, Regensburg, 2015.

> Joseph Ratzinger, "Le omelie di Pentling", Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 2015.

Las homilías han sido transcritas por Christian Schaller, del Institut Benedikt XVI, han sido revisadas por el autor y son introducidas por un breve prefacio redactado por el mismo Papa emérito:

"He pensado que quizás podría ser hermoso también para otros, y no sólo para los habitantes de Pentling, ir a Misa el domingo juntos conmigo para escuchar al Señor…".

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Traducción en español de José Arturo Quarracino (CHIESA)