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Comunión para todos: una modesta proposición
18 - 03 - 2018 - EMERGENCIA ANTROPOLOGICA - Otros

Querer comulgar sin las condiciones para hacerlo es, además de un sacrilegio, como empeñarse en comerse la tarta y guardarla para mañana: una contradicción lógica, un imposible que solo cabe explicar -benévolamente- por un deseo de participar, de integrarse en el rito comunitario. (Fuente : Infovaticana)

La Eucaristía, que ocupa el centro mismo de la vida de un católico y diferencia su fe de la de otras confesiones cristianas, está siendo también el centro y caballo de batalla de las grandes polémicas que están dividiendo la Iglesia últimamente.

No es un asunto baladí. La Eucaristía es la conversión real del pan y el vino en el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Cristo mismo bajo ambas especies, un milagro ante el que se arrodillan los ángeles en el Cielo y que ilustra el amor del Hijo de Dios por los hombres, que se humilla hasta el extremo para seguir con nosotros.

Como ha recordado recientemente Su Santidad, el alma de quien se acerca a recibir la Eucaristía debe estar libre de todo pecado mortal.

Y aquí está el problema. El Capítulo VIII de la exhortación papal Amoris Laetitia parece a muchos ambiguo en cuanto a la licitud, para los católicos divorciados que han contraído un segundo matrimonio sin una declaración de nulidad del primero, de recibir la comunión. Siendo el matrimonio católico indisoluble, convivir con mujer diferente a la propia esposa, salvo que se comprometan a vivir ‘como hermano y hermana’, debe considerarse una forma de adulterio continuado, lo que en sí mismo imposibilita al sujeto para recibir la comunión.

Y, sin embargo, la citada exhortación es interpretada en numerosas diócesis como un permiso para dar la comunión a estos sujetos “en algunos casos”. Ya saben, discerniendo y todo eso. Esta interpretación ha sido avalada por el propio Pontífice en una carta privada a los obispos argentinos como “la única posible”, carta que se ha incluido en las Acta, con lo que es difícil saber si es o no magisterio ordinario.

Luego está el asunto de la ‘intercomunión’. En Alemania, y otra vez “en algunos casos”, la Conferencia Episcopal deja en libertad a los sacerdotes para “discernir” -ya tenemos aquí otra vez ese verbo- cuándo es lícito dar la comunión al cónyuge luterano de un fiel católico.

Podríamos seguir con debates menores, afortunadamente no elevados (aún) a revisión pastoral por parte de algún teólogo alemán de los que ahora lideran la ‘renovación’ eclesial, con respecto al mismo asunto pero referido a homosexuales activos, masones, y otros sujetos que viven en lo que hasta ayer se denominaba ‘situación objetiva de pecado’.

Dos cosas obvias: la comunión no es necesaria para salvarse y no tiene el menor sentido recibirla si se descree en la Presencia Real.

Eso es lo que hace intrigante toda la polémica. ¿Qué explica ese ‘hambre de Eucaristía’ -por usar las mismas palabras que emplea el documento de la Conferencia Episcopal Alemana- en personas que, o no creen que estén recibiendo al propio Cristo en cuerpo, alma y divinidad, o se niegan a abandonar una actividad objetivamente pecaminosa?

Si tanta ‘hambre’ tienen los primeros, nada les impide entrar en la Iglesia Católica, cuyas puertas están siempre abiertas de par en par; si tal ansia de Dios tienen los segundos, abiertos están también los confesionarios e infinita es la misericordia de Dios para el pecador que se arrepiente y propone la enmienda.

Querer comulgar sin las condiciones para hacerlo es, además de un sacrilegio, como empeñarse en comerse la tarta y guardarla para mañana: una contradicción lógica, un imposible que solo cabe explicar -benévolamente- por un deseo de participar, de integrarse en el rito comunitario.

Y es en este punto en el que queremos presentar nuestra modesta proposición, al estilo de Jonathan Swift: démosles de ‘comulgar’.

Que reserven el pasillo central de las iglesias en cada Santa Misa para estos sujetos, que busquen el copón más historiado y que un acólito digna y aun ceremonialmente revestido (mejor una mujer, más moderno) reparta entre ellos devotamente las delicadas formas.

Sin consagrar.

Si lo que desean es participar, ¿por qué no hacerlo así? Si, siendo luteranos, no creen estar recibiendo al propio Cristo, ¿cuál sería la diferencia? Si se trata de una comunión ‘espiritual’, ese pan vale tanto como cualquier otro.

Para todos los otros afectados sería, además, una forma de obtener lo que desean librándoles del acaso de cometer un sacrilegio y “comer y beber su propia condenación”.

Creemos que una reforma de esta naturaleza podría dar fin a la polémica, de forma similar a como muchos ayuntamientos están celebrando, de forma cada vez más ornada y ceremoniosa, bautismos y primeras comuniones laicas. Después de todo, si ni unos ni otros aceptan lo que el Magisterio sostiene sin vacilar desde hace cientos de años sobre la Eucaristía, no veo dónde podría estar el problema.