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Stella a los curas: la vida no es «o blanco o negro».
25 - 11 - 2017 - VATICANO - Organismos

El cardenal Prefecto del clero: «que los sacerdotes se acerquen a la vida de las personas sin clasificarlas mediante esquemas ideológicos o normas abstractas, sino escuchándolas, interpretando su situación concreta y su deseo de Dios». (Vatican Insider)

«Se necesitan sacerdotes plenamente humanos, es decir personas interiormente resueltas, que han podido reconocer las propias sombras y trabajar sobre los propios conflictos, que sean afectiva y psíquicamente estables y serenas», porque «cuando falta esta equilibrada humanidad de fondo, el sacerdote corre el peligro de asumir posturas de rigidez o de distancia, acaso por el temor de no saber ocuparse de los desafíos cotidianos del ministerio. La inseguridad, efectivamente, siempre se casa con una cierta inflexibilidad». El cardenal Beniamino Stella, Prefecto de la Congregación del Clero, explica en esta entrevista con Vatican Insider la tarea, nada fácil, que la exhortación sobre el matrimonio y la familia encomienda a los sacerdotes, que están llamados a acercarse «a la vida de las personas sin clasificarlas mediante esquemas ideológicos o normas abstractas, sino escuchándolas, interpretando su situación concreta y su deseo de Dios».

Eminencia, en estos momentos de discusión sobre la exhortación “Amoris laetitia” se ha analizado con lupa el documento, sobre todo en relación con la cuestión de la posible admisión, en algunos casos, de los divorciados que se han vuelto a casar a los sacramentos, pero se ha dicho muy poco sobre la figura central de los sacerdotes. ¿Por qué?

Creo que todo lo que se relaciona con la materia de fe siempre requiere, por nuestra parte, eso que llamaría una «conversión de la mirada». Es decir, no es posible ver e interpretar las cosas de la fe y de la vida de la Iglesia con los lentes de los prejuicios o de las ideologías. Es esfuerzo que debemos hacer es escrutar el horizonte más amplio en el que cada afirmación o todo un documento se sitúa. El Sínodo fue convocado para animar la reflexión sobre la belleza de la familia y sobre la vocación matrimonial, también a la luz de algunas realidades socio-culturales y nuevas problemáticas. Reducir este panorama a cuestiones individuales, por importantes que sean, no es correcto. Las diferentes valoraciones, efectivamente, han nacido alrededor de la posible admisión a los sacramentos para los divorciados que se han vuelto a casar, pero “Amoris laetitia” es un documento que invita a adoptar la práctica del discernimiento para acompañar a las familias heridas, que es muy otra cosa. En este sentido, todavía se habla poco de la tarea encomendada a los sacerdotes, y citada también en la nueva “Ratio Fundamentalis” (las nuevas líneas guía sobre el sacerdocio, publicadas en 2016, ndr.): ser hombres del dicernimiento, es decir que se acercan a la vida de las personas sin clasificarlas mediante esquemas ideológicos o normas abstractas, sino escuchándolas, interpretando su situación concreta y llevándolas a sentir la necesidad de la misericordia y de vivir el Evangelio.


¿Podría explicar qué significa «discernir» como pide “Amoris laetitia"?

Para retomar una imagen utilizada por el Papa Francisco, diría que significa no encerrar la vida ni la realidad en la fórmula «o blanco o negro». Este enfoque rígido, alimentado por la ideología y el legalismo, es insuficiente para «leer» verdaderamente la existencia en su complejidad. Claro, es más fácil encerrarse en una jaula y estar, de esta manera, protegidos de los peligros que vemos a nuestro alrededor; pero si prevalece solamente el miedo nos quedamos inmóviles y, aunque en algunos momentos pueda servirnos, quedarse siempre en la seguridad de la jaula al final significa no vivir. Se comprende que algunos quisieran evitar el esfuerzo de tratar de interpretar las cosas profundamente, conformándose con soluciones fáciles y cómodas. Sin embargo, tanto en la vida cotidiana como en la fe, nos damos cuenta de que existen muchas “zonas grises”, situaciones que no pueden ser clasificadas rígidamente en el “o blanco o negro”. A propósito de “Amoris laetitia” y de los llamados “dubia”, el cardenal Gerhard Ludwig Müller, en el prefacio al último libro del filósofo Rocco Buttiglione, recordó precisamente esta tensión entre la objetividad de la norma, que sigue siendo fundamental e ilumina sobre la verdad del matrimonio, y las «situaciones existenciales que son muy diferentes y complejas» y que, en ciertos casos, pueden atenuar la culpa o, como sea, hacer que surja una sincera búsqueda de Dios. Para evitar tanto una fácil adaptación al espíritu del relativismo como una fría aplicación de los preceptos, afirma el cardenal, «se necesita una particular capacidad de discernimiento espiritual». Me viene a la memoria el Concilio de Jerusalén, descrito en los Hechos de los Apóstoles: para resolver una cuestión práctica de la vida de la Iglesia, los Apóstoles no se refieren inmediatamente a la ley o a la tradición, sino que abren de par en par los ojos y los corazones a la experiencia de la gracia del Espíritu Santo. Un poco como decía el cardenal Canestri, un pastor que acaba de fallecer recientemente: lo importante es estar en el río de la Iglesia; si uno está un poco a la derecha o a la izquierda, no importa, solamente es lícita la variedad y no debe ser forzada. Entonces, creo que el discernimiento es el arte de ver, con los ojos de la fe, cómo se encuentra obrando el Espíritu Santo incluso en situaciones de vida complejas o aparentemente alejadas de Dios, para apreciar todas las posibilidades humanas, espirituales y pastorales, pero siempre permaneciendo «dentro del río».

“Amoris laetitia” pone una responsabilidad bastante considerable sobre los hombros de los sacerdotes. ¿Están formados y preparados para ello?

Tenemos ante nosotros un gran desafío, que se relaciona particularmente con la formación sacerdotal. Me sorprendió mucho, en la conversación del Papa Francisco con Antonio Spadaro, publicada en el libro “Ahora hagan sus preguntas”, la alusión a los planes de formación sacerdotal que corren el peligro de educar con ideas demasiado claras y según límites y normas definidas, sin importar las situaciones concretas de la vida; por el contrario, necesitamos que el sacerdote sea «hombre de discernimiento». Pero para ello se requiere apostar especialmente por la formación humana de los sacerdotes. Con la nueva “Ratio
Fundamentalis” se ha tratado de desanimar una formación orientada y organizada con una insistencia, diría excesiva, en el ámbito de los estudios académicos o basada en una espiritualidad abstracta, casi ajena a la persona. Se necesitan, si se me permite decirlo, sacerdotes plenamente humanos, es decir personas resueltas interiormente, que han podido reconocer las propias sombras y trabajar sobre los propios conflictos, personas que se han dejado ayudar para integrar las propias fragilidades en un proceso de maduración integral, que sean afectiva y psíquicamente estables y serenas.

¿Qué sucede si falta este equilibrio?

Cuando falta esta profunda humanidad equilibrada, el sacerdote corre el riesgo de asumir posturas de rigidez o de distancia, incluso por el temor de no saber ocuparse de los desafíos cotidianos del ministerio. La inseguridad, de hecho, se casa siempre con cierta inflexibilidad. Un sacerdote plenamente humano, en cambio, camina entre la gente, se deja conmover por sus heridas, anima sus alegrías y vive una cordialidad del trato que lo hace exquisito en las relaciones; acompañando a los hermanos, estará cada vez menos centrado en sí mismo y se preocupará por que lleguen a todos la caricia de Dios y el perfume de su gracia. Un sacerdote así no ve a los demás desde lo alto de la cátedra, sino, plenamente consciente de ser un pecador perdonado él mismo, se encuentra en la misma barca con sus hermanos y lleva a cabo la travesía de la conversión a Cristo con ellos. Con compasión y paternal cercanía, sabrá acoger la historia de cada uno, como un hombre que sabe bien que cada historia y cada persona es diferente de las demás, y que no existen manuales o prontuarios confeccionados. Es un hombre que sabe proponer una fe y una vida cristiana hecha de relaciones, más que de reglas abstractas.

En noviembre de 2015, el Papa Francisco indicó a la Iglesia italiana, reunida en Florencia, el modelo de don Camilo di Guareschi. ¿Por qué cree usted que lo hizo?

El congreso en Florencia estaba dedicado al humanismo cristiano, que no es un concepto abstracto, sino un modelo para ser hombres que podemos contemplar en Jesús y llevar a cabo gracias a Él. Aunque las historias de Guareschi y la figura de don Camilo se encuentran bastante lejos en el tiempo, y retratan un contexto italiano que ya no existe, el Papa quiso referirse a la imagen “humana” de aquel párroco: un hombre humilde y en cierta medida exuberante que se definía como un «pobre cura de campo», pero que estaba en medio de la gente y se dedicaba por completo a ella, mostrando fuerza, determinación y valentía profética cuando se trataba de defender a los más débiles, de educar, de intervenir en las situaciones. Se trata de una figura de sacerdote que es, diría, “esencial”, que concentra toda su vida sacerdotal en Jesús. ¿Cómo no recordar la famosa escena de la película? «Don Camilo, monseñor… pero no demasiado», en la que el párroco dialoga con el Crucifijo, justo después de haber recibido el nombramiento de monseñor; en la conversación, el Cristo desenmascara con ternura algunas mentiras de don Camilo, quien, entre la ironía y el embarazo, responde: «Señor, tenía tantas ganas de volver a verte…». Una figura de sacerdote dotada, pues, también de un sano sentido del humor, que lo ayuda a no «tomarse demasiado en serio» y, de esta manera, a ser profundamente humano. Es decir, no se trata de un “funcionario de sacristía”, sino de un pastor que sabe conmoverse y que llora por el pueblo.

Entonces, ¿qué quiere decir ser sacerdote en una sociedad como la nuestra, cada vez más secularizzada?

También esta situación cultural requiere un atento y prudente discernimiento. Hay que tener cuidado con las generalizaciones que, acaso, partiendo de una reflexión sobre la realidad actual, nos hacen retroceder y volvernos, como afirma la “Evangelii gaudium”, «pesimistas y con caras oscuras». Claro, hoy vivimos en un mundo secularizado, en el que faltan algunas certezas consolidadas; han cambiado profundamente algunos contextos favorables para la transmisión de la fe. Sin embargo, esta puede ser una bendición.

¿Por qué una bendición?

La historia nos enseña que, cuando el cristianismo no ha debido ni luchar ni hacer esfuerzos para anunciar su mensaje, ha corrido el riesgo de volverse demasiado tibio, de acomodarse en la seguridad social o, mucho peor, de estrechar vínculos ambiguos con el poder político para mantener la garantía de los propios privilegios. En cambio, en la actualidad, tenemos la posibilidad de recuperar el espíritu profético del Evangelio y de anunciar su mensaje alternativo y contracorriente; en un mundo que cambia velozmente, a menudo marcado por la incapacidad de amarse y escucharse, y que reduce la vida en la lógica del consumismo y del mercado, el sacerdote puede ser testimonio de una Palabra nueva, capaz de hacer que las personas reflexionen y que inauguren estilos y modelos de vida diferentes. Para hacerlo, diría simplemente: ¡debemos volver a ser sacerdotes! Volver, es decir, a lo esencial del ministerio: dar tiempo a las personas para que puedan encontrar, por lo menos, un espacio de escucha y de diálogo, estar disponibles para las confesiones, rezar con la gente, ser testimonio de alegría, de servicio y de gratuidad. Nuestro punto de referencia no puede ser más que el Evangelio: cuando Jesús encuentra a las personas, cansadas, heridas o caídas, les dirige una mirada amorosa, se conmueve, las lleva en su corazón y las vuelve a levantar. Precisamente esta, en la actualidad, debe ser la misión de cada sacerdote.