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Cuando el que habló ante la FAO fue Benedicto XVI
18 - 10 - 2017 - PAPADOS - Benedicto XVI

También el Papa Ratzinger pidió reformas estructurales para combatir la desnutrición. Y habló sobre los mercados financieros y sobre el cambio climático. Vale la pena volver a leer ese discurso, e incluso para darnos cuenta de cómo manipulan la figura del Papa emérito ciertos intérpretes que pretenden utilizarla en contra de su sucesor. (Andrea Tornielli-Vatican Insider)

Hambre, cambio climático, guerra, migración: no se trata de emergencias (ya crónicas) aisladas entre sí. Lo explicó el Papa Francisco durante su amplio discurso del lunes 16 de octubre en la sede romana de la FAO. Bergoglio pidió una decidida «inversión de ruta» a nivel internacional y la capacidad para afrontar estos problemas reconociendo su interconexión, además de insistir sobre las causas de los conflictos, pidiendo el desarme y el alto al tráfico de armas.

El lunes 16 de noviembre de 2009, Benedicto XVI hizo lo mismo, cuando intervino en la 36a sesión de la Conferencia General de la FAO. Vale la pena volver a leer ese discurso, e incluso para darnos cuenta de cómo manipulan la figura del Papa emérito ciertos intérpretes que pretenden utilizarla en contra de su sucesor. También el Papa Ratzinger, que habló en el momento clave de la crisis económico-financiera, pidió cambios estructurales, con buena paz de esos economistas y miembros de grupos de presión de cientos «think tanks» (algunos cercanos al universo católico) que creen dogmáticamente que no debe ser alterado el sistema actual, mismo que consideran como el mejor mundo posible, insistiendo solamente en los pecados del individuo. El Papa Ratzinger también habló sobre el cambio climático, para tranquilidad de quienes lo consideran una invención y se burlan de los acuerdos para reducir la contaminación por emisiones.

Al tomar la palabra en la FAO hace ocho años, Benedicto XVI habló sobre la «grave crisis económico-financiera», recordando las estadísticas que «muestran un incremento dramático del número de personas que sufren el hambre», fenómeno en el que contribuyen «el aumento de los precios de los productos alimentarios, la disminución de las posibilidades económicas de las poblaciones más pobres, y el acceso restringido al mercado y a los alimentos». El Papa Ratzinger insistió, como ha hecho su sucesor, en que «la tierra puede nutrir suficientemente a todos sus habitantes. En efecto, si bien en algunas regiones se mantienen bajos niveles de producción agrícola a causa también de cambios climáticos, dicha producción es globalmente suficiente para satisfacer tanto la demanda actual, como la que se puede prever en el futuro. Estos datos indican que no hay una relación de causa-efecto entre el incremento de la población y el hambre, lo cual se confirma por la deplorable destrucción de excedentes alimentarios en función del lucro económico».

El Pontífice alemán, haciendo eco de la encíclica «Caritas in veritate», dijo que lo que faltan no son los recursos, sino más bien «un sistema de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de vista nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales». Y añadió que el problema se debe afrontar «eliminando las causas estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres mediante inversiones en infraestructuras rurales, sistemas de riego, transportes, organización de los mercados, formación y difusión de técnicas agrícolas apropiadas». Joseph Ratzinger invitó, principalmente, a superar «el egoísmo, que permite a la especulación entrar incluso en los mercados de los cereales, tratando a los alimentos con el mismo criterio que cualquier otra mercancía».

«De hecho —añadió lúcidamente Benedicto XVI— aunque los Países más pobres se han integrado en la economía mundial de manera más amplia que en el pasado, la tendencia de los mercados internacionales los hace en gran medida vulnerables». Es la libertad de los mercados, para los cuales siempre se invocan menos reglas y que acaban siendo controlados por un número muy reducido de personas capaces de influir en las vidas de enteras poblaciones con sus juegos en las bolsas de valores con productos de primera necesidad simplemente con el objetivo de generar más dinero.

Existe el riesgo, denunció entonces Ratzinger, de que «el hambre se considere como algo estructural, parte integrante de la realidad socio-política de los Países más débiles, objeto de un sentido de resignada amargura, si no de indiferencia. No es así, ni debe ser así. Para combatir y vencer el hambre es esencial empezar por redefinir los conceptos y los principios aplicados hasta hoy en las relaciones internacionales, así como responder a la pregunta: ¿qué puede orientar la atención y la consecuente conducta de los Estados respecto a las necesidades de los últimos?». Hay, pues, que cambiar las reglas del juego y no hacer finta de que no existen «estructuras de pecado» (derechos reservados de san Juan Pablo II, en la encíclica «Sollicitudo rei socialis»), como la que representa el actual sistema económico-financiero.

En nombre de la justicia, explicó Benedicto XVI, «la acción internacional esta llamada no sólo a favorecer el crecimiento económico equilibrado y sostenible y la estabilidad política, sino también a buscar nuevos parámetros —necesariamente éticos y después jurídicos y económicos— que sean capaces de inspirar la actividad de cooperación para construir una relación paritaria entre Países que se encuentran en diferentes grados de desarrollo». «Se ha de favorecer el acceso al mercado internacional de los productos provenientes de las áreas más pobres, hoy en día relegados a menudo a estrechos márgenes. Para alcanzar estos objetivos es necesario rescatar las reglas del comercio internacional de la lógica del provecho como un fin en sí mismo, orientándolas en favor de la iniciativa económica de los Países más necesitados de desarrollo, que, disponiendo de mayores entradas, podrán caminar hacia la autosuficiencia, que es el preludio de la seguridad alimentaria». Palabras que no dejan lugar a dudas, olvidadas inmediatamente, y que indican precisamente el camino del cambio estructural, de la identificación de nuevos modelos, tan insistentemente pedida por el Papa Francisco (y tan criticada por los economistas, teólogos y teólogo-economistas que consideran que la Iglesia no puede pronunciarse al respecto).

Para concluir, el Papa Ratzinger también habló sobre el medio ambiente, uno de los (olvidados) temas recurrentes de su Pontificado: «Los métodos de producción alimentaria imponen igualmente un análisis atento de la relación entre el desarrollo y la tutela ambiental. El deseo de poseer y de usar en manera excesiva y desordenada los recursos del planeta es la primera causa de toda degradación ambiental. El cuidado ambiental, en efecto, se presenta como un desafío actual de garantizar un desarrollo armónico, respetuoso con el plan de la creación de Dios Creador y, por lo tanto, capaz de salvaguardar el planeta. Si toda la humanidad está llamada a tomar conciencia de sus propias obligaciones respecto a las generaciones venideras, es también cierto que el deber de tutelar el medio ambiente como un bien colectivo corresponde a los Estados y a las Organizaciones Internacionales». Y también se refirió a los cambios climáticos, ahora mucho más evidentes que hace ocho años, pidiendo «profundizar en las conexiones existentes entre la seguridad ambiental y el fenómeno preocupante de los cambios climáticos, teniendo como focus la centralidad de la persona humana y, en particular, a las poblaciones más vulnerables ante ambos fenómenos».