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Centenario del llamado de Benedicto XV contra la gran guerra
18 - 07 - 2017 - INTERRELIGIOSO - Otros

Antes de Benedicto estuvo Pío. El grito solitario contra la «inútil masacre» que el Papa Giacomo Della Chiesa elevó y que no fue escuchado hace cien años, mientras la Gran Guerra cobraba cada vez más víctimas, marca el comienzo del magisterio de paz de los Pontífices del siglo XX, pero tuvo un precedente poco conocido.(Andrea Tornielli-Vatican Insider)

Antes de Benedicto XV, de hecho, fue Pío IX, quien el 29 de abril de 1848 se negó a participar en la guerra contra Austria con su ejército (entonces los Papas todavía tenían uno) diciendo: «Nosotros abrazamos a todas las gentes, pueblos y naciones con par estudio y paternal devoción».

En esa época, la negativa del Papa Mastai fue interpretada por los italianos como una traición. En realidad se trataba del germen de una actitud nueva, la de la imparcialidad (que no debe ser confundida con la neutralidad), que habría comenzado justamente con el famoso llamado de 1917. Desde entonces, frente a la evidencia de armas cada vez más poderosas y de masacres que golpean cada vez más fuerte a la población civil, los Papas han comenzado a elaborar verdaderas «ofensivas de paz», tratando de frenar las guerras o, por lo menos, reducir sus daños.

Hay un hilo que une los discursos papales por la paz a partir de Benedicto XV. Este hilo no tiene que ver solamente con los contenidos de fondo, que muestran a la Santa Sede comprometida en el impulso de negociaciones para llegar a soluciones, para tratar de evitar conflictos o, una vez que han estallado, para tratar de salvar el mayor número de vidas humanas posible y, por lo tanto, manteniendo abiertos canales de diálogo con las partes involucradas. También existe una continuidad a nivel humano, una continuidad hecha de personas.

Uno de los principales colaboradores de Benedicto XV en la época de la «Nota de Paz» fue, efectivamente, monseñor Eugenio Pacelli. En 1939, apenas elegido Papa, Pío XII trató de detener la Segunda Guerra Mundial. El 24 de agosto de ese año, cuando los tanques de Adolf Hitler estaban por invadir Polonia, Pío XII pronunció el famoso mensaje radiofónico en el que dijo: «¡Nada está perdido con la paz, todo se puede perder con la guerra!». A él tampoco lo habrían escuchado. Para ese discurso, con respecto a diferentes propuestas que le habían llegado a su escritorio, el Papa Pacelli eligió el borrador que redactó el entonces Sustituto de la Secretaría de Estado: aquel Giovanni Battista Montini, que se convirtió en Pablo VI, tuvo que afrontar la guerra en Vietnam entre escaramuzas intervencionistas y movimientos pacifistas, a menudo a la sombra de la Unión Soviética.

A Juan XXIII, el primero que escribió una encíclica completamente dedicada a la paz («Pacem in terris»), le fue mejor cuando explotó la crisis de los misiles en Cuba, en octubre de 1962, porque en ese caso ninguna de las dos partes quería realmente llegar hasta las últimas consecuencias. Y aquí surge un dato que hay que tener en cuenta: para tener una esperanza de éxito es necesario que los llamados por la paz de los Papas sean suscritos por alguno de los influyentes actores en el escenario. Sucedió también con Juan Pablo II. Su papel fue exaltado durante los años ochenta por la lucha contra el comunismo, cuando los Estados Unidos de Ronald Regan presionaban para crear una «santa alianza» con el Vaticano.

Pero solo dos años después de que cayera el Muro de Berlín, cuando Wojtyla pidió que no comenzara la primera Guerra del Golfo Pérsico, las potencias occidentales que hasta hacía poco tiempo lo escuchaban, simplemente ignoraron al primer Pontífice que nació al otro lado de la Cortina de hierro. Lo mismo sucedió en 2003, cuando ya era viejo y estaba enfermo y tembloroso: Juan Pablo II suplicó a esos «jóvenes» líderes europeos y estadounidenses, que no habían vivido como él el horror del último conflicto mundial, que no declararan nuevamente la guerra a Saddam Hussein. Una vez más, su llamado no fue escuchado.

Benedicto XVI, que perpetuó el nombre del Papa Della Chiesa, se encontró frente a la «guerra asimétrica» perpetrada por el terrorismo fundamentalista, y en su primer mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2006 dirigió un llamado al desarme nuclear, recordando que «en una guerra nuclear no habría vencedores, sino solo víctimas». Invitó tanto a «los gobiernos que declarada u ocultamente poseen armas nucleares, como a los que pretenden procurárselas», que cambiaran de idea.

Para concluir, Francisco, que no ha dejado de seguir y profundizar la línea de sus predecesores exponiéndose con iniciativas como la carta a Putin de 2013 para evitar los bombardeos en Siria (acompañada de una jornada de ayuno por la paz), y que también acuñó la expresión «tercera Guerra Mundial en pedacitos» (afirmando que todos los conflictos, conocidos y olvidados, son como piezas de un rompecabezas que se va haciendo cada vez más grande y nos están llevando al abismo de un conflicto total). La peculiaridad del Papa argentino radica en haber insistido siempre, en sus mensajes y discursos, en la plaga del tráfico de armas y de los inconfesables y enormes intereses económicos que lo acompañan.