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Charles Habib Malik, un filósofo cristiano en la ONU
10 - 12 - 2013 - CULTURA - Grandes Personajes

El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de la ONU aprobaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en un momento en que seguían muy presentes en el recuerdo las atrocidades de la 2da Guerra Mundial. Por entonces, el filósofo y diplomático libanés Charles Malik (1906-1987), relator del proyecto de Declaración Universal, intuyó que, en el debate en torno a los derechos humanos, la Humanidad se jugaba más de lo que podía pensarse.

Malik está considerado, junto a Eleanor Roosevelt y René Cassin, como uno de los padres de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Era de fe ortodoxa griega y, como buen cristiano, sus inquietudes eran universales. Casi al final de su vida, insistía en que no sólo hay que ganar a las almas, sino también a las mentes. Criticó el antiintelectualismo en que habían caído algunos cristianos, temerosos de ver contaminada su fe. En cambio, Malik nunca disoció la razón de la fe, pues «quien gane el mundo entero y pierda la mente del mundo, descubrirá muy pronto que ha perdido el mundo».

Malik propuso, a la Comisión redactora del proyecto de Declaración, valorar cuatro principios básicos: la dignidad inherente del ser humano por encima de la pertenencia a cualquier grupo nacional o cultura; la libertad de pensamiento y de conciencia como una de las más sagradas e inviolables posesiones del individuo; el rechazo de cualquier presión procedente del Estado, de la religión o de otros entes para coaccionar la libertad individual; y la afirmación de que la conciencia de la persona, así en los grupos como en los individuos, es el juez competente. De ahí que el resultado final de la libertad, según Malik, va más allá del derecho a existir. Es, ante todo, el derecho a ser alguien.

La huella del filósofo libanés está presente, entre otros pasajes, en el Preámbulo de la Declaración, que se refiere al «reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana». Pero se percibe, de modo particular, en el art. 18 de esta norma fundamental: «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto o la observancia».

Malik sabría anticiparse plenamente a quienes, como Juan Pablo II, afirmarían, años más tarde, que la libertad religiosa es un test de la observancia de los otros derechos fundamentales. Por lo demás, el filósofo libanés no estaría de acuerdo con aquellos que proclaman que no es esencial la fundamentación de los derechos humanos. Lo importante, según ellos, es cumplir las disposiciones de las leyes nacionales y de los convenios internacionales en esta materia. Otros incluso lo dirían con una expresión de corte rousseauniano: obedecer a la ley nos hace libres. Son los que están convencidos de que, en nuestra avanzada sociedad occidental, no existe ningún Creonte al que desobedecer sus supuestos mandatos injustos. En ese caso, nuestro modelo no debe ser Antígona, sino su hermana Ísmena, siempre dispuesta a prestar obediencia a los que están en el poder y a justificar su postura con un «soy incapaz de obrar en contra de los ciudadanos».

La verdad y la voluntad

A Malik le inquietaría hoy la falta de interés por fundamentar los derechos humanos, pues equivale a eludir toda reflexión sobre la naturaleza del ser humano. En 1948, algunos juristas y filósofos estaban convencidos del retorno del iusnaturalismo. No dejaba de ser una ilusión. Lo que volvía era ese optimismo ingenuo en el poder de la razón que en otros tiempos engendrara monstruos. Sin ser un pesimista antropológico, Malik era mucho más realista: estaba seguro de que el hombre podía conocer la verdad, aunque estaba convencido de que alcanzarla dependía, sobre todo, de su voluntad.

Nuestro filósofo denunció la natural tendencia humana a eludir su responsabilidad personal y buscar la seguridad en sus propiedades, su círculo de relaciones o el Estado. Quien vive en la autocomplacencia, el individuo soberano, no suele preocuparse de lo que haga otro soberano por encima de él: el Estado. Al debilitarse las instituciones intermedias entre el individuo y el Estado, surge el rebaño pacífico y laborioso, presentido por Tocqueville en La democracia en América. Ese rebaño no reflexionará sobre el origen de los derechos, sino que aplaudirá acríticamente el advenimiento de nuevos derechos como meros productos de las leyes positivas.

Malik advirtió de las consecuencias de considerar que los derechos humanos, como cualquier otra parte del ordenamiento positivo, están sometidos a continua evolución. Si de por sí son cambiantes, no nos extrañará que algunos crean que también lo es la naturaleza humana.(Antonio R. Rubio Plo-Alfa y Omega)