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Zecca: “ hacer realidad el clima de unidad y fraternidad en la patria”
10 - 07 - 2016 - IGLESIA - América

El arzobispo de Tucumán (Argentina), monseñor Alfredo Zecca, presidió ayer el tedeum por el bicentenario patrio en la catedral Nuestra Señora de la Encarnación, donde delante del presidente Mauricio Macri y otras autoridades nacionales y provinciales, llamó a hacer realidad en el país el clima de unidad, fraternidad y comunión que soñaron los Padres de la Patria. Texto completo.

El prelado advirtió, sin embargo, que “el ideal de vivir la Argentina como una gran familia, donde la fraternidad, la solidaridad y el bien común incluyan a todos los que peregrinamos en su historia, está muy lejos de haberse alcanzado”.

Monseñor Zecca destacó que este "no es un día para ahondar en la grieta, sino para recoger en el pasado líneas inspiradoras de vida y para agradecer, celebrar y mirar hacia adelante”, y luego hizo una reflexión sobre el valor de la libertad.

“Los argentinos tenemos ante nuestros ojos el desafío de comenzar el tercer centenario haciendo de la libertad la piedra de toque de una sociedad verdaderamente pluralista y democrática”, afirmó, y agregó: “Pero para ello hemos de redescubrir el sentido de la ley, de las instituciones, de la autoridad – que no es autoritarismo -, del capital, del trabajo y, desde luego, del delicado equilibrio que debe haber entre verdad, diálogo y consenso”.

“No hay consenso sino donde hay diálogo y no hay diálogo sino donde hay una verdad anterior y superior al diálogo de la que nadie es dueño. Desde luego que en democracia las leyes y, en general, las opciones prudenciales, se deciden por mayoría. Pero la mayoría no tiene siempre la razón porque el consenso – aun supuesto que en todos los casos lo hubiera – no crea la verdad”, sostuvo.

Monseñor Zecca afirmó también que "la libertad no está exenta de riesgos y de concepciones falaces" y advirtió que "la aparente licitud de todo, la libertad absoluta, es una ilusión que lleva a la esclavitud".

"La búsqueda desenfrenada del poder, del placer, del dinero, del dominio de la naturaleza sin respetarla conducen, irremediablemente, a la esclavitud expresada de diversas maneras: la primacía de la razón tecnológica sobre la ética que lleva a la injusticia y al hambre a que son condenados pueblos enteros; la dependencia de la droga, del alcohol, la falta de educación y, consiguientemente, de calificación para el trabajo digno; el narcotráfico, la trata de personas, y tantos otros males”, aseveró.

"Estos males no son sino expresión de una libertad mal entendida de la que algunos se aprovechan y otros son víctimas", afirmó.

Monseñor Zecca citó al papa Francisco, quien aseguró que “la Iglesia tiene el derecho y el deber de mantener encendida la llama de la libertad y de la unidad del hombre”, y reclamó que se les reconozca a los católicos esta libertad.

Asimismo, ofreció en nombre del Episcopado la disposición de los obispos para el “diálogo franco y sincero con todos para construir una cultura del encuentro en la patria sin excluir a nadie sino incluyendo a todos y privilegiando a los más pobres”.

Al final del tedeum, el secretario general de la Conferencia Episcopal Argentina, monseñor Carlos Humberto Malfa, obispo de Chascomús, leyó la carta que el Papa envió a los argentinos por la fecha patria, en la que advirtió que la “patria no se vende” y exhortó a estar cercar de los argentinos "más llagados" por la pobreza, la desocupación y las "esclavitudes" modernas de la trata y la droga.

En tanto, representantes de distintos credos hicieron una reflexión interreligiosa sobre la fecha patria y luego se rezó la Oración a la Patria que los obispos escribieron en plena crisis 2001-2002.

 


Homilía Alfredo H Zecca, Arzobispo de Tucumán

​Hace apenas unos días hemos celebrado el XI Congreso Eucarístico Nacional que congregó a una multitud de fieles venidos de todas las regiones del país, de algunas naciones hermanas de América Latina y de Europa. A la Misa de clausura – de la que participó el Señor Presidente de la Nación – asistieron casi trescientas mil personas. La presencia de las imágenes más tradicionales y populares de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen de nuestra región y que llegaron algunos días antes haciendo escalas en diversos pueblos, recibidas por el Señor Gobernador de la Provincia acompañado de su gabinete y de representantes de diversas organizaciones intermedias en los límites provinciales, convocó a miles de personas que las acompañaban en procesiones multitudinarias. No sólo la ciudad capital de la Provincia, sino también el interior vivió un clima de fiesta, de alegría desbordante, de fraternidad y de unidad. En los días del congreso la ciudad se transformó. Los testimonios son unánimes respecto a la organización y el clima de participación y de comunión que se vivió. Los tucumanos hemos abierto nuestras casas y – lo que es más importante aún – nuestros corazones y, así, los peregrinos que nos visitaron se fueron agradecidos por la hospitalidad y el cariño con que fueron recibidos y asistidos. Como obispo de esta Iglesia particular quiero expresar a todos mi agradecimiento. La organización de un evento de esta magnitud no hubiera sido posible sin la colaboración de tantos hermanos que, con generosidad, ofrecieron su tiempo y su talento en multitud de tareas indispensables para que la articulación del conjunto resultara – como de hecho resultó – impecable. Este clima de unidad, fraternidad y comunión es el que necesitamos para hacer realidad en la Patria que a todos nos cobija lo que nuestros Padres soñaron: una familia en la que el deseo de un justo progreso del que todos participen haga que los bienes destinados por el buen Dios para todos promuevan efectivamente la dignidad de cada persona y afiancen en la sociedad la equidad y la justicia superando toda división.

​Mi agradecimiento también a mis hermanos obispos que en todo momento acompañaron con vivo interés y espíritu de colaboración la organización del congreso y que nos honraron a los tucumanos con su masiva presencia. Más de ciento veinte Cardenales y obispos, también de las Iglesias hermanas de América Latina y de Europa, manifestaron el afecto colegial que nos une y que expresó la verdad de lo que el Apóstol San Pablo enseña en su primera carta a los corintios: “Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10,17). Mi más profundo agradecimiento también al Santo Padre Francisco que siguió con sumo interés la preparación y el desarrollo del congreso y que nos envió como su Delegado Personal al Cardenal Givanni Battista Re quien, con su arrolladora simpatía, conquistó inmediatamente el corazón de todos y desplegó una acción pastoral incansable durante esos días que compartió con nosotros. Ante tanta gracia recibida sólo brota de mi corazón la acción de gracias y la alabanza: “Te Deum Laudamus”.

​La misma fe en Dios providente y en Jesucristo, Señor de la Historia, es la que nos convoca hoy en la Iglesia Catedral de esta histórica ciudad de San Miguel de Tucumán para celebrar el Bicentenario de la Independencia de nuestra Nación. Estamos aquí para dar gracias a Dios por todos los bienes recibidos a lo largo de estos doscientos años de Independencia Nacional.

​Saludo, con especial afecto, a mis hermanos obispos, al Señor Cardenal Luis Villalba, arzobispo emérito de Tucumán, al Presidente de la Conferencia episcopal argentina, Mons. José María Arancedo y a los demás integrantes de la mesa ejecutiva del episcopado, a los hermanos obispos de las Iglesias orientales ortodoxas, a los representantes de las Iglesias y comunidades de la reforma, así como a los representantes del judaísmo y del islamismo que nos honran con su presencia. Mi más cordial saludo al Señor Presidente de la Nación, al Señor Gobernador y al Señor Intendente de la Ciudad de San Miguel de Tucumán. A los miembros de los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, tanto nacional como provincial, a los Señores Gobernadores, a Su Majestad Juan Carlos, Rey Emérito de España y a los mandatarios de las diversas naciones que nos acompañan. A los representantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad y a todos los ciudadanos aquí reunidos. Sean todos bienvenidos a esta Iglesia que quiere ser la casa común en la que todos nos sintamos acogidos como hermanos.

Hoy hace doscientos años que, a pocos pasos de aquí, un puñado de patriotas tuvo el coraje de proclamar la Independencia de nuestra Nación. Los congresales hicieron de una “casa de familia” un espacio fecundo, donde se desarrolló una auténtica deliberación parlamentaria. Esta casa, lugar de encuentro, de diálogo y de búsqueda del bien común, es para nosotros un símbolo de lo que queremos ser como Nación. Allí mismo, con la consigna de “conservar la unidad”, nos legaron el Acta fundante de nuestra argentinidad, y a riesgo de sus propias vidas, llenos de santo ardor por la justicia, prometieron ante Dios y la señal de la Cruz, sostener esos derechos hasta con la vida, haberes y fama. De esta manera quedó plasmada, en un breve texto, la fe profesada y el destino de la Patria en el concierto de los pueblos soberanos (cf. CEA, El Bicentenario, nn.10-11).

El ideal de vivir la Argentina como una gran familia, donde la fraternidad, la solidaridad y el bien común incluyan a todos los que peregrinamos en su historia, está muy lejos de haberse alcanzado.

​En nuestro caminar ha habido yerros, desencuentros, luces y sombras, como en toda obra humana. Pero hoy no es un día para ahondar en las grietas sino para recoger de nuestro pasado líneas inspiradoras de vida y para agradecer, celebrar y mirar hacia adelante. Debemos pensar en lo que recibimos de nuestros padres y debemos entregar a nuestros hijos, inalterable en su esencia, pero crecido en la historia.

​En este marco, quisiera compartir con ustedes una breve reflexión acerca de la libertad. De ella habla nuestra Constitución Nacional cuando dice “asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Los argentinos nos propusimos – y fuimos, desde el inicio – un pueblo abierto, integrador, hospitalario, rico en valores humanos y cristianos y estas cualidades hicieron posible la gran inmigración que contribuyó en gran medida a forjar nuestra identidad nacional. No importaba la raza, la lengua, el lugar de origen, la religión. Sólo se requería la actitud de fraternidad, de integración y el deseo de trabajar juntos dando lo mejor de cada uno para constituir la “nueva y gloriosa Nación” que, desde el inicio, quisimos ser.

​La libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. La dignidad humana, en efecto, exige que el hombre pueda actuar siempre según su conciencia y libre elección, es decir, movido por convicción interna personal y nunca por mera coacción externa. Dios respeta esa libertad, que es don suyo a su criatura, y es por ello mismo que se abre al ser humano el camino para optar entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio (cf. GS 9). Pero, necesariamente, la libertad debe realizarse en un horizonte de verdad. Libertad y verdad son un par que se reclaman recíprocamente.Todavía habría que agregar otro concepto ligado tanto con la libertad como con la verdad: el amor. El hombre ha sido creado por Dios-Amor para realizar su vida en el amor. Así como no hay libertad humana sin verdad, tampoco hay amor sin verdad. Una cultura que exalte el amor sin referencia a la verdad queda prisionera de los sentimientos y, en la misma medida, tampoco es libre.

​La concepción de la historia que aporta el judeocristianismo y que ha constituido el pilar de la cultura occidental, a la que pertenecemos por origen, historia y destino, nos la presenta como lineal, irreversible y desembocando en la eternidad. El hombre la construye desde su razón y desde su libertad, Pero tiene también como protagonista al Dios providente que puede, con la revelación de su designio de salvación enriquecer la visión de la razón y con su gracia potenciar su libertad sin suprimirla o limitarla.

​De ahí sale una primera consecuencia. La libertad no está exenta de riesgos y de concepciones falaces. Cuando se afirma que “la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el único artífice y creador de su propia historia” (GS 20), ignorando totalmente su relación y dependencia de Dios se crea un abismo entre el creador y su criatura que, a la postre, termina empequeñeciendo la misma libertad. Por ello mismo Dios debe ser reintroducido en el horizonte de la cultura si queremos construir un mundo verdaderamente humano. “Si Dios no existe, todo me es lícito”, afirma un conocido escritor. Pero la aparente licitud de todo, la libertad absoluta, es una ilusión que lleva a la esclavitud. La búsqueda desenfrenada del poder, del placer, del dinero, del dominio de la naturaleza sin respetarla conducen, irremediablemente, a la esclavitud expresada de diversas maneras: la primacía de la razón tecnológica sobre la ética que lleva a la injusticia y al hambre a que son condenados pueblos enteros; la dependencia de la droga, del alcohol, la falta de educación y, consiguientemente, de calificación para el trabajo digno; el narcotráfico, la trata de personas, y tantos otros males que vemos a diario no son sino expresión de una libertad mal entendida de la que algunos se aprovechan y otros son víctimas.

​Los argentinos tenemos ante nuestros ojos el desafío de comenzar el tercer centenario haciendo de la libertad la piedra de toque de una sociedad verdaderamente pluralista y democrática. Pero para ello hemos de redescubrir el sentido de la ley, de las instituciones, de la autoridad – que no es autoritarismo -, del capital, del trabajo y, desde luego, del delicado equilibrio que debe haber entre verdad, diálogo y consenso. No hay consenso sino donde hay diálogo y no hay diálogo sino donde hay una verdad anterior y superior al diálogo de la que nadie es dueño. Desde luego que en democracia las leyes y, en general, las opciones prudenciales, se deciden por mayoría. Pero la mayoría no tiene siempre la razón porque el consenso – aun supuesto que en todos los casos lo hubiera – no crea la verdad.

​Estos principios rectores de la vida social deben traducirse en el respeto irrestricto a la ley natural. Soy consciente de la dificultad que hay en torno a este punto. Pero dicha ley escrita por el mismo Dios en los corazones y accesible a la simple razón sin necesidad de recurrir a la fe es una instancia crítica indispensable que nos puede liberar de la esclavitud a la que somos sometidos cuando lo que prima es un puro y descarnado positivismo jurídico que puede llegar a legitimar lo que, en sí mismo, resultaría imposible considerar como legítimo. Hay valores realmente indisponibles que se deben respetar siempre y en toda circunstancia. Ante todo la vida, desde el momento de la concepción hasta su término natural. Pero no sólo la vida sino una vida realmente humana que incluye el derecho a la educación, al trabajo digno y bien remunerado, la justicia imparcial que tutele los derechos de los ciudadanos y tantas otras cosas que degradan al ser humano como la esclavitud, la prostitución, la trata de personas, la violencia de género, las condiciones laborales degradantes. No hay sociedad que pueda hacer realidad el vínculo que une entre sí a los ciudadanos que la integran y constituyen, si estos valores no están garantizados.

​Quisiera concluir esta reflexión con palabras del Papa Francisco al comienzo de su pontificado en un discurso a los obispos de Brasil en ocasión de la Jornada mundial de la juventud en Río de Janeiro en 2013. Cito: “En el ámbito social, sólo hay una cosa que la Iglesia pide con particular claridad: la libertad de anunciar el Evangelio de modo integral, aun cuando esté en contraste con el mundo, cuando vaya a contracorriente, defendiendo el tesoro del cual es solamente guardiana, y los valores de los que no dispone, pero que ha recibido y a los cuales debe ser fiel. La Iglesia sostiene el derecho de servir al hombre en su totalidad, diciéndole lo que Dios ha revelado sobre el hombre y su realización y ella quiere hacer presente ese patrimonio inmaterial sin el cual la sociedad se desmorona. La Iglesia tiene el derecho y el deber de mantener encendida la llama de la libertad y de la unidad del hombre”. Fin de la cita.

​Desde luego no sólo pedimos que se nos reconozca esta libertad sino que reiteramos nuestra disposición a seguir colaborando, como lo hemos hecho desde el inicio de nuestra nacionalidad, en la edificación de la Nación libre y soberana que queremos ser. Ofrecemos, una vez más, nuestra disposición al diálogo franco y sincero con todos para construir una “cultura del encuentro” en la Patria sin excluir a nadie sino incluyendo a todos y privilegiando a los más pobres.

​La Iglesia es el pueblo de Dios entre los pueblos del mundo. Se abre a todos, se encarna en todos. De todos asume y purifica sus valores respetando su idiosincrasia. Nació católica, es decir, universal y, por lo mismo, está abierta desde el inicio a la globalización y puede servir de vínculo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión (cf. GS 42).

​Estoy seguro de interpretar los sentimientos de los representantes de las comunidades cristianas, judías y musulmanas que hoy están presentes en esta catedral al decir que – continuando con el fructífero diálogo interreligioso que hemos podido constituir y que tantos frutos de verdadera fraternidad está produciendo – todos estamos comprometidos con un servicio sincero a la Argentina, la bendita tierra en la que la providencia divina nos ha puesto.

​Como obispo de esta Iglesia particular de Tucumán, la tierra que dio a luz a la Patria, quisiera dejar estos buenos deseos en manos de Nuestra Señora de Luján, Patrona de la Argentina para que ella, como madre e intercesora los ponga en manos de su Hijo Jesús. Amén.