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Migrantes; Polonia «sepulta» a Juan Pablo II
11 - 05 - 2016 - PAPADOS - Juan Pablo II

El gobierno de Szydlo se alinea con el húngaro Orban para cerrar las fronteras a los refugiados. El magisterio olvidado del primer Pontífice de la Europa del este

Obispos y teólogos «saquean» los documentos sobre la familia, pero hay muchas cosas del magisterio de Juan Pablo II que ahora parecen haber caído en el olvido, sobre todo en su país natal. El cierre de las fronteras a los migrantes y refugiados que manifestó el gobierno de Beata Szydlo, admiradora del cristiano húngaro Viktor Orban y que pertenece al partido de Jaroslaw Kaczynski, demuestra que la herencia del primer Pontífice originario de la Europa del este ha sido archivada rápidamente e incluso olvidada. Justamente Papa Wojtyla, durante muchos años, escribió páginas muy importantes sobre el fenómeno de las migraciones y sus causas.

Libertad de integración

En el mensaje para la Jornada mundial de las migraciones de 1985, Juan Pablo II escribió: «En el ámbito de la migración, cualquier intento que trate de acelerar o retrasar la integración, o como sea la inserción, sobre todo si está inspirado en una supremacía nacionalista, política o social, no puede más que sofocar o perjudicar esa deseable pluralidad de voces que surge del derecho a la libertad de integración». Un año más tarde, Papa Wojtyla afirmó que «la Iglesia subraya con insistencia que, para un Estado de derecho, la tutela de las familias, y en particular de las de los migrantes y de los refugiados que sufren ulteriores dificultades, constituye un proyecto prioritario improrrogable». Y este proyecto se debe poner en marcha «evitando toda forma de discriminación en la esfera del trabajo, de la vivienda, de la sanidad, de la educación y de la cultura».

La lucha contra las injusticias

En 1987, san Juan Pablo II recordó que «Jesús quiso prolungar su presencia entre nosotros en la precaria condición de los necesitados, entre los que cuenta explícitamente a los migrantes». Los padres «ricos no pueden desinteresarse del problema migratorio y mucho menos cerrar las fronteras o endurecer las leyes, mucho más si la diferencia entre países ricos y países pobres, del que se originan las migraciones, se hace cada vez más grande». La lucha «del laico católico en contra de las injusticias y por la promoción del hombre debe ser más fuerte que la de los demás».

Migrantes y prófugos como la familia de Nazaret

En 1988, Papa Wojtyla insistió en que la Sagrada familia de Nazaret vivió la experiencia de la migración y del exilio, «obligada por la amenaza que incumbía sobre la vida de Jesús». Un aspecto particular de las migraciones «está constituido hoy por millones de refugiados, a los que guerras, calamidades naturales, persecuciones y discriminaciones de todo tipo han dejado sin casa, trabajo, familia y patria», escribió el Pontífice polaco invitando «a todos a reflexionar y a comprometerse activamente por la eliminación de las causas que originan el desarraigo de tantos millones de personas de sus tierras de origen; que cada uno, por lo que le concierna, ejerza la acogida cristiana hacia los refugiados y los migrantes».

Acoger a los no cristianos

Un año más tarde, cuando cayó el Muro de Berlín, Juan Pablo II pidió que los migrantes que pertenecían a religiones no cristianas encontraran «siempre en los cristianos un claro testimonio del amor de Dios en Cristo. La acogida a ellos reservada debe ser tan cordial y desinteresada que induzca a estos huéspedes a reflexionar sobre la religión cristiana y sobre los motivos de tal caridad ejemplar». Wojtyla observó que «no pocas fronteras tienden a cerrarse; las sociedades de llegada están estructuradas rígidamente y como estratificadas, por lo que dejan poco espacio a la inserción de nuevos migrantes y les reservan los trabajos más humildes, más fatigosos y menos retribuidos. En estas condiciones, ellos, aún habiendo resuelto el problema económico, permanecen pobres desde el punto de vista de la acogida, de los derechos, de la seguridad, de la posibilidad para una mejora social y profesional para sí mismos y para sus hijos». Una condición que «en el buen sentido de justicia y necesaria solidaridad, el creyente rechaza y combate».

La variedad étnica y cultural pertenece a la Creación

En 1991, el Papa pidió que no se olvidara que «la variedad cultural, étnica y lingüística forma parte del orden constitutivo de la creación y, como tal, no puede ser eliminada». Y recordó que «cada persona debe ser reconocida en su dignidad y respetada en su identidad cultural. Principio, este, que encuentra una singular y específico aplicación en el campo de las migraciones. El migrante debe ser considerado no simplemente como instrumento de producción, sino como sujeto dotado de plena dignidad humana».

Países ricos, no piensen solo en su bienestar

Un año más tarde, citando las noticias sobre los «movimientos de pueblos pobres hacia países ricos» y sobre los «dramas de los prófugos rechazados en las fronteras», Wojtyla afirmó: «Con la propia preocupación, los cristianos ofrecen testimonio de que la comunidad, a la que llegan los migrantes, es una comunidad que ama y acoge también al extranjero con la actitud alegre de quien sabe reconocer en él el rostro de Cristo». El Pontífice, con mucho realismo, también hacia notar que «una vez se migraba para buscar mejores perspectivas de vida: de muchos países hoy se migra simplemente para sobrevivir. Una situación tal tiende a erosionado incluso la distinción entre el concepto de refugiado y el de migrante, hasta hacer que confluyan ambas categorías bajo el como denominador de la necesidad». Afirmando que para los padres desarrollados, «el criterio para determinar el umbral de lo soportable no puede ser solo el de la simple defensa del propio bienestar, sin tener en cuenta las necesidades de quienes se ven dramáticamente obligados pedir hospitalidad. Las migraciones hoy aumentan porque se alejan los recursos económicos, sociales y políticos entre los países ricos y los países pobres, y se reduce el grupo de los primeros, mientras que se extiende el de los segundos».

Ser clandestino no disminuye ni la dignidad ni los derechos

En 1995 el Papa invitó de manera «apremiante» a las comunidades cristianas a acoger a las familias de los migrantes; en 1996 precisó: « La condición de irregularidad legal no permite menoscabar la dignidad del emigrante, el cual tiene derechos inalienables, que no pueden violarse ni desconocerse». Y pidió también «vigilar ante la aparición de formas de neorracismo o de comportamiento xenófobo, que pretenden hacer de esos hermanos nuestros chivos expiatorios de situaciones locales difíciles». En 1997, frente a los «problemas complejos y de difícil solución» relacionados con la migración, insistió en que la Iglesia, «por su parte, como el buen samaritano, siente el deber de estar al lado del clandestino y del refugiado, imagen contemporánea del viajero asaltado, golpeado y abandonado al borde del camino de Jericó».

En el migrante encontramos a Jesús

En 1998 Papa Wojtyla afirmó que «para el creyente acoger al otro no sólo filantropía o atención natural a sus semejantes. Es mucho más, porque en todo ser humano sabe encontrar a Cristo, que espera ser amado y servido en los hermanos, especialmente en los más pobres y necesitados». Un año más tarde, hizo notar que la Iglesia, «por su naturaleza, es solidaria con el mundo de los emigrantes, los cuales, con su variedad de lenguas, razas, culturas y costumbres, le recuerdan su condición de pueblo peregrino desde todas las partes de la tierra hacia la patria definitiva. Esta perspectiva ayuda a los cristianos a evitar toda lógica nacionalista y a huir de los esquemas ideológicos demasiado estrechos». De hecho, «la catolicidad no se manifiesta solamente en la comunión fraterna de los bautizados, sino también en la hospitalidad brindada al extranjero, cualquiera que sea su pertenencia religiosa».

No a la cerrazón ni a la xenofobia

En el año del Jubileo de 2000, la invitación a la hospitalidad fue «actual y urgente». «¿Cómo podrán los bautizados pretender que acogen a Cristo, si cierran su puerta al extranjero que se les presenta?». En 2003, Juan Pablo II explicó que «la solidaridad no es espontánea. Requiere formación y despojarse de actitudes de aislamiento, que en muchas sociedades se han hecho hoy más sutiles y penetrantes. Para afrontar este fenómeno, la Iglesia posee grandes recursos educativos y formativos en todos los ámbitos. Por tanto, exhorto a los padres y a los maestros a combatir el racismo y la xenofobia, inculcando actitudes positivas basadas en la doctrina social católica».

El derecho a no emigrar

Para concluir, en 2004, Papa Wojtyla, además del derecho a emigrar, habló sobre el derecho «a no emigrar, es decir, a vivir en paz y dignidad en la propia patria. Gracias a una atenta administración local o nacional, a un comercio más equitativo y a una cooperación internacional solidaria, cada país debe poder asegurar a sus propios habitantes no sólo la libertad de expresión y de movimiento, sino también la posibilidad de colmar necesidades fundamentales, como el alimento, la salud, el trabajo, la vivienda, la educación, cuya frustración pone a mucha gente en condiciones de tener que emigrar a la fuerza».

No sean insensibles

Nadie, fue el llamado del Pontífice, «debe quedar insensible ante las condiciones en que se encuentran multitud de emigrantes». Estas indicaciones hoy han sido olvidadas justamente en la patria de Karol Wojtyla. A veces interesadamente olvidadas por los que, incluso dentro de la Iglesia, quieren afirmar que las palabras de su sucesor, Francisco, son una absoluta novedad.(Andrea Tornielli.VATICAN INSIDER)