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Sustanciosa entrevista en revista jesuita
30 - 05 - 2015 - SINODOS - 2014-2015

El dominico Jean-Miguel Garrigues, es entrevistado por el director de la “La Civiltà Cattolica”, la revista de los jesuitas. Explica que la Iglesia no es solo para los «puros». Y critica fuertemente al padre Fessio por haber escrito que la anticoncepción puede ser más grave que el aborto.

«La visión de Francisco es la de una Iglesia para todos, porque Cristo murió verdaderamente por todos los hombres, sin excepciones, no por algunos»; la «ley de gradualidad» no significa «gradualidad de la ley» o relativismo. Es posible, sin mutaciones doctrinales, prever excepciones, caso a caso, admitiendo a los sacramentos a los divorciados que se han vuelto a casar. Lo afirma el teólogo dominico Jean-Miguel Garrigues, profesor de Patrística y Dogmática en el Institut Supérieur Thomas d’Aquin, del Estudio dominico de Tolosa y en el Seminario Ars, además de colaborador del también dominico Cristoph Schönborn, hoy cardenal arzobispo de Viena, en la redacción del Catecismo de la Iglesia católica preparado bajo la dirección del entonces cardenal Joseph Ratzinger. El padre Garrigues conversó sobre los temas del Sínodo con el padre Antonio Spadaro, director de “La Civiltà Cattolica”, y la transcripción de la entrevista será publicada en el nuevo número de la revista de los jesuitas. Sin nombrarlo directamente, el teólogo dominico desmonta la tesis del jesuita estadounidense Joseph Fessio, quien escribió que la anticoncepción puede ser más grave que el aborto.

El teólogo dominico no cede a ninguna forma de relativismo: «Creo que perder la comprensión de los fundamentos de la pareja y de la familia significaría querer proceder sin brújula, gobernados solo por una compasión afectiva condenada a caer en un sentimentalismo poco realista. Por ejemplo, es una verdad insuperable que todos los cristianos viven bajo la ley de Cristo y que hay que aplicar a todos la indisolubilidad del matrimonio. No hay pues “gradualidad de la ley”, una finalidad moral que variaría según las situaciones del sujeto». Pero, añade, «no significa negar o relativizar esta verdad el hecho de pedir a los que no logran seguir este mandamiento de Cristo que no añadan al pecado de infidelidad el de la injusticia, por ejemplo sin pagar la manutención después de un divorcio civil. Como decía el rey Luis XV a un cortesano que se burlaba de él porque seguía ayunando los viernes y al mismo tiempo tenía una amante: “El hecho de incurrir en un pecado mortal no autoriza a incurrir en dos”. Es aquí donde se sitúa la “ley de gradualidad”, que invita a las personas que, de hecho, no son capaces de romper de golpe con el pecado y salir progresivamente del mal comenzando a hacer el bien, todavía insuficiente pero real, del que son capaces. Hay una casuística que se relaciona con lo que definiría como “el ejercicio progresivo del bien”. No contradice absolutamente el principio según el cual específicamente la ley natural y la ley de Cristo se aplican en igual medida a todos los cristianos».

Garrigues propone la metáfora del GPS. Cuando nos equivocamos de camino o nos distraemos, el aparato vuelve a calcular el recorrido, adecuándolo a nuestras exigencias y teniendo en cuenta nuestros errores, para que alcancemos la destinación, que sigue siendo la misma. «Cada vez que nos desviamos debido a nuestro pecado, Dios no nos pide que volvamos al punto de inicio, porque la conversión bíblica del corazón, la “metanoia”, no es una vuelta platónica al principio. Dios nos vuelve a orientar hacia Él trazando un nuevo recorrido hacia Él. Notamos que, como las direcciones no cambian en el GPS, tampoco cambian los fines morales en el gobierno divino. Lo que cambia (¡y cómo!) es el recorrido de cada persona en su libre camino hacia la moralización teologal, y, al final, hacia Dios. Pensemos en todos los itinerarios alternativos que el GPS divino indicó al buen ladrón antes del atajo último y supremamente dramático de la cruz».

Con respecto al documento final del Sínodo, Garrigues observa: «Es significativo que uno delos puntos que suscitó mayor inquietud fue la afirmación según la cual puede existir el bien humano en personas que se encuentran en uniones de hecho, que o no son comparables con el matrimonio, como las uniones homosexuales, o llevan a cabo solo imperfectamente sus requisitos, como las uniones civiles o las uniones entre uno o dos divorciados que se han vuelto a casar. Se aprecia aquí cómo un cierto jansenismo corre el riesgo de deslizarse hacia los que apoyan una “Iglesia de puros”».

El teólogo dominico después critica la tesis del padre Fessio, aunque sin nombrarlo: «La rigidez doctrinal y el rigorismo moral pueden llevar incluso a los teólogos a posiciones extremistas, que desafían al “sensus fidei” de los fieles e incluso al sentido común. Una reciente crónica periodística cita, elogiándola, la carta de un teólogo estadounidense que hace estas afirmaciones insensatas: “¿Cuál es, en este caso, el mal más grave? ¿Es el de prevenir la concepción (y la existencia) de un ser humano dotado de un alma inmortal, deseado por Dios y destinado a la felicidad eterna? ¿O interrumpir el desarrollo de un niño en el vientre de su madre? Un aborto tal es, ciertamente, un mal más grave y está calificado por la “Gaudium et Spes” como “crimen abominable”. Pero existe, como sea, un niño que vivirá eternamente. Mientras, en el primer caso, un niño que Dios quiere que venga al mundo no existirá nunca”. Con este razonamiento se considera, pues, más aceptable el aborto que la anticoncepción. ¡Increíble!».

Esta misma corriente, según Garrigues, quiso que de la declaración final del Sínodo sobre la familia de octubre de 2014 «se retirara la referencia a la “ley de gradualidad” que, como le decía antes, debe ser explicada, ciertamente, como gradualidad del ejercicio del sujeto y diferente de una “gradualidad de la ley” en su especificación. Pero esto ya estaba presente significativamente en la Exhortación apostólica post-sinodal de san Juan Pablo II “Familiaris consortio” (1981) y es aplicado en la práctica por la mayor parte de los confesores y de los padres espirituales que quieren acompañar pastoralmente a los que san Juan Pablo II llamaba “heridos de la vida”».

El teólogo dominico propone dos ejemplos significativos y propone la hipótesis de una excepción a la disciplina sacramental que impide a los divorciados que se han vuelto a casar acceder a los sacramentos. «Pienso en una pareja de la cual un miembro había estado casado anteriormente, una pareja que tiene niños y una vida cristiana efectiva y reconocida. Imaginemos que la persona ya casada hubira sometido el matrimonio anterior a un tribunal eclesiástico que decidió por la imposibilidad de pronunciar la nulidad por falta de pruebas suficientes, mientras ellos mismos están convencidos de lo contrario sin tener los medios para probarlo. Con base en los testimonios de su buena fe, de su vida cristiana y de su apego sincero a la Iglesia y al sacramento del matrimonio, en particular por parte de un padre espiritual experto, el obispo diocesano podría admitirlos con discreción a la Penitencia y a la Eucaristía sin pronunciar una nulidad de matrimonio. Se extendería de esta manera a estos casos una excepción puntual a título de la buena f eque la Iglesia ya ofrece a las parejas de divorciados que se comprometen a vivir en la continencia». Hay que notar que esta última situación se trata de un acto de clemencia con respecto a la aplicación de la ley a un caso concreto, porque, observa Garrigues, «si la continencia elimina el pecado de adulterio, no suprime la contradicción entre la ruptura conyugal con formación de una nueva pareja (que vive vínculos de carácter afectivo y de convivencia) y la Eucaristía».

El otro tipo de situación que propone «es indudablemente más delicado», observa el teólogo. «Es aquel en el que, después del divorcio y del matrimonio civil, los cónyuges divorciados han vivido una conversión a una vida cristiana efectiva, de la que puede ser testimonio, entre otros, el padre espiritual. Ellos creen que su matrimonio sacramental fue verdaderamente tal y, si pudieran, tratarían de reparar su ruptura porque viven un arrepentimiento sincero: pero tienen niños y, por otra parte, no tienen la fuerza de vivir en la continencia. ¿Qué hacer en este caso? ¿Se les debe exigir una continencia que sería temeraria sin un carisma particular del Espíritu? Se trata de preguntas sobre las que habrá que reflexionar».

«Para la Iglesia –concluye Garrigues–, se trataría de una excepción puntual a una disciplina tracicional, basada, claro, sobre la altísima conveniencia sacramental entre la Eucaristía y el matrimonio, debido tanto a una duda verosímil sobre la validez del matrimonio sacramental como de un regreso imposible (de facto, no de deseo) al “status quo” matrimonial anterior al divorcio. En ambos casos, esta expeción intervendría a favor de una vida cristiana construida sólidamente».

El teólogo, por el contrario, se dice en contra de leyes para todos los divorciados que se han vuelto a casar: «Muchos son los casos de parejas muy marginales con respecto a la vida cristiana y a la práctica religiosa que reclaman con gran polémica mediática un cambio d disciplina de la Iglesia en relación con los divorciados que se han vuelto a casar, antes que nada para que la misma dé un reconocimiento social de su nueva unión, aceptando de una u otra manera, el principio de un nuevo matrimonio después del servicio. Legislar para ellos corriendo el riesgo de comprometer el significado del matrimonio fiel e indisoluble, que muchas parejas cristianas viven sin esfuerzo, significaría animar otra forma de esta “mundanidad espiritual” que el Santo Padre justamente identifica. Yo la definiría como una “mundanidad religiosa”».(VATICAN INSIDER)