Para alcanzar la meta de la plena unidad con los cristianos ortodoxos, la Iglesia católica «no pretende imponer ninguna exigencia, si no la de la profesión de la fe común». Lo dijo Papa Francisco, obispo de Roma y líder de la Iglesia católica, en el discurso pronunciado hoy ante la presencia del Patriarca Bartolomeo, en el sugerente contexto de la Divina Liturgia celebrada en ocasión de la fiesta de San Andrés. Pocas palabras pero bien medidas y que sugieren un paso inédito y lleno de consecuencias para las futuras relaciones entre la Iglesia de Roma y las Iglesias de Oriente.
Las fórmulas utilizadas por Papa Francisco sugieren que para el actual sucesor de Pedro el restablecimiento de la plena comunión entre cristianos católicos y ortodoxos podría darse en el presente, sin plantear a los hermanos ortodoxos precondiciones de carácter teológico o jurisdiccional. Y todo ello porque las Iglesias ortodoxas «tienen verdaderos sacramentos y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la eucaristía», como repitió el Papa, citando el Concilio Vaticano II. En su opinión, para volver a la plena comunión bastaría reconocer que se comparte y se confiesa la misma fe de los apóstoles.
Con las palabras pronunciadas en el Fanar, después de décadas de nobles propósitos y declaraciones de principio, Papa Francisco ofreció a los líderes de las Iglesias ortodoxas la ocasión propicia para salir del clima nebuloso y a veces pegajoso de los buenos modalos eclesiásticos. Y así dar, juntos, los primeros pasos concretos para liberarse de los efectos más dañinos de la división que se verificaron durante el segundo milenio.
Sugiriendo la vía que debe ser recorrida en compañía, Papa Francisco indicó también el norte para lograr deshacer los nudos históricos y doctrinales, que se fueron agrandando a lo largo de siglos de división: «Estamos listos», dijo Papa Francisco, «para buscar juntos, a la luz de las enseñanzas de la Escritura y de la experiencia del primer milenio, las modalidades con las cuales garantizar la necesaria unidad de la Iglesia en las circunstancias actuales».
La referencia al primer milenio no expresa la ilusión nostálgica de volver al pasado y cancelar el segundo milenio del cristianismo. Más bien sugiere la imagen de una Iglesia que no se concebía como sujeto histórico auto-fundante, preocupada por afirmar la propia relevancia en la historia. Una Iglesia que reconocía su crecimiento y su florecimiento como reflejo de la presencia y de la gracia de Cristo. Y no según las supremacías ejercidas por los líderes de las Iglesias, con base en el orden de precedencia establecido en las líneas de transmisión del poder eclesiástico. Por ello, los Padres de la Iglesia no habían sentido la exigencia de elaborar ninguna eclesiología sistemática. Ellos no tenían el problema de detenerse en la Iglesia, pues el alma de sus intereses y de sus preocupaciones no era la institución eclesiástica.
La audacia evangélica de las palabras que pronunció Francisco se aprecia muy bien si se considera la continuidad con las propuestas y con las fórmulas con las que sus predecesores habían expresado la preocupación católica por la unidad con los hermanos ortodoxos. Juan Pablo II, en la encíclica “Ut unum sint”, reconoció la propia responsabilidad ante la «petición que se me ha dirigido de encontrar una fórmula de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva».
En ese pasaje, el Papa poalco recordó también que «durante un milenio los cristianos estuvieron unidos «por la comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de disciplina». Las preocupaciones de Wojtyla se concentraban en las modalidades del ejercicio del primado papal que en el segundo milenio asumió formas no aceptables para los ortodoxos. Pero después no se registraron disposiciones o actas impuestas autónomamente por el Papa para dar un contenido concreto a la disponibilidad expresada en la encíclica.
Ahora, en las expresiones de Papa Francisco parece resonar la llamada “fórmula Ratzinger”, es decir la propuesta que hizo en 1987 el todavía cardenal teólogo que después habría ocupado la cátedra de Pedro. Según Ratzninger, «con respecto a la doctrina del primado, Roma no debe exigir del Oriente nada más con respecto a lo que se formuló y vivió durante el primer milenio».
Papa Francisco tiene una mirada realista sobre la condición de la fe y de la misión de la Iglesia en el mundo de hoy, y gracias a ella se puede volver descubrir la actualidad y la eficacia, a nivel ecuménico, de la perspectiva evengélica y esencial que se experimentó durante los primeros siglos del cristianismo. «En el mundo de hoy», aclaró Papa Bergoglio en su discurso en el Fanar, «se elevan con fuerza voces que no podemos no escuchar y que piden que nuestras Iglesias vivan profundamente el ser discípulos del Señor Jesucristo». El Soberano Pontífice argentino se refirió en particular a los pobres, a las víctimas de los conflictos, a todos los jóvenes que desgraciadamente «viven sin esperanza» y son víctimas de la «cultura dominante».
Bergoglio sugirió que la unidad entre los cristianos no es una obsesión de grupúsculos clericales que persiguen un éxito mediático para justificar su existencia. No es un “cierren filas” motivado por razones ideológicas o de hegemonía mundana. Sirve para que la Iglesia pueda cumplir su misión en beneficio de todos los hombres y mujeres del mundo. La pasión de Papa Francisco por la unidad de los cristianos tiene su fuente en sus preocupaciones de pastor. Esto garantiza la clarividencia y la determinación de sus decisiones. Si está en juego la salvación de las almas, es inútil y dañino seguir perdiendo el tiempo con reivindicaciones sobre los derechos de preeminencia.
Así, justamente mientras sugiere la urgencia de la misión apostólica de la Iglesia en el presente, Papa Francisco ejerce con eficacia y plenitud el propio papel que Cristo ha encomendado a Pedro y a sus sucesores, según lo que indica la tradición de la Iglesia: guiar a los hermanos siguiendo a Cristo mismo, en cualquier circunstancia. El Papa (y también lo repitió en muchas ocasiones Joseph Ratzinger) nunca ha sido un «emperador» espiritual. El suyo no es un “poder” como el de las monarquías mundanas o de las superpotencias globales.
Por ahora, la súplica de Papa Francisco por la unidad de los cristianos parecería muy alejada de las pequeñas rencillas políticas y psicológicas que existen entre circuitos clericales que sabotean incesantemente el camino hacia la plena unidad entre los católicos y los ortodoxos. También la última sesión del diálogo teológico sobre el tema del primado, que se llevó a cabo en Ammán en septiembre, marcó el paso, sobre todo, para diluir las desconfianzas y los resentimientos entre los representantes de las diferentes Iglesias ortodoxas. En el pasado muchas otras ocasiones para dar pasos concretos hacia la unidad entre católicos y ortodoxos fueron desperdiciadas. Pero ahora Papa Francisco está abriendo nuevas puertas. Sin ocultar que será necesario ejercer nuevamente la virtud de la paciencia, tantas veces citada en sus homilías matutinas en Santa Marta. La misma paciencia a la que exhortaba Atenágoras, Patriarca Ecuménico. «La unión», decía el predecesor de Bartolomeo, «llegará. Será un milagro dentro de la historia. ¿Cuándo? No podemos saberlo. Pero debemos prepararnos. Porque un milagro es como Dios: siempre inminente».(Gianni Valente-VATICAN INSIDER)