“Espiritual, pero no religioso” parece ser ya la denominación mayoritaria en Estados Unidos, un país que hasta ahora se mantenía relativamente al margen de la tendencia occidental de abandono masivo de cualquier fe. Así, según el recién aparecido estudio de Gallup, en 2020, el 47% de los estadounidenses confesaron pertenecer a una iglesia, sinagoga o mezquita, y el número de quienes califican de “muy importante” la fe en sus vidas descendió al 48%, un nuevo mínimo en las encuestas desde el año 2000. Y la tendencia es peor que los números brutos: el 66% de los adultos estadounidenses nacidos antes de 1946 son miembros de una iglesia, comparados con el 58% de los ‘baby boomers’, el 50% de la Generación X y el 36% de los millenials. Es decir, basta que vayan muriendo los ‘boomers’ para que la deserción religiosa se generalice en la sociedad estadounidense. En parte, se trata de una tendencia más general, la que lleva a las jóvenes generaciones a recelar de las instituciones sociales, desde el gobierno a las empresas y, por tanto, también de lo que suele llamarse “religión organizada”, optando, en muchos casos, por una vaga espiritualidad diseñada a medida. También obedece a un fenómeno más acusado en Estados Unidos que en otros países occidentales, a saber, la mezcla de muchas tradiciones religiosas. Cuando, digamos, un católico se va a vivir con un baptista o un judío, es frecuente que en lugar de mantener afiliaciones separadas u optar por una de ellas, se abandonen ambas. Tampoco ha contribuido precisamente a atemperar la tendencia las reacciones públicas a la pandemia de coronavirus. El cierre de las iglesias, la interrupción del culto y, sobre todo, los mensajes de la jerarquía restando importancia a esa participación cultual han alejado definitivamente a muchos, que no han vuelto tras la reapertura de los templos. Es difícil exagerar la importancia de estos datos en el proceso de rápida descristianización de nuestra civilización.