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Por qué Trump es la elección católica para el 2020
04 - 10 - 2020 - CULTURA - Política
Antes de 2016 las nociones católicas de solidaridad y subsidiariedad habían sido ignoradas por ambos partidos durante décadas. (Fuente: Infovaticana)

Lo siguiente es un extracto del próximo libro, Un nuevo momento católico: Donald Trump y la política del bien común, de Brian Burch, publicado el 24 de septiembre. En 2016 había un amplio malestar en Estados Unidos y los medios de comunicación y toda la clase política, tanto republicana como demócrata, estaban completamente fuera de contacto respecto de esta realidad. Los estadounidenses sabían instintivamente que algo no iba bien, pero las razones de este sentimiento eran difíciles de articular. Lo que los estadounidenses sentían realmente era que la clase dirigente de nuestro país había perdido de vista el bien común. En Estados Unidos, el bien común estaba sufriendo. Visto desde Washington, D.C., Nueva York, Silicon Valley o Los Ángeles, en 2016 todo en Estados Unidos parecía que iba, si no genial, al menos “bastante bien”. Estados Unidos había sobrevivido a la Gran Recesión y experimentaba un crecimiento económico sostenido, aunque débil: los números del PIB iban “bastante bien” y el promedio del Dow Jones iba “bastante bien”. Había un consenso entre la clase política -de nuevo, de ambos partidos- acerca de las líneas generales de las políticas públicas a seguir en los siguientes años, que eran más o menos las mismas políticas que se habían seguido desde hacía años o incluso décadas. Ese consenso defendía un capitalismo globalizado supervisado por instituciones transnacionales dirigidas por expertos. El movimiento cada vez más libre de bienes, servicios, capitales, información, empleos y personas generaría una riqueza mundial cada vez mayor. Si bien esta fluida economía mundial podía provocar la pérdida de los puestos de trabajo de algunos estadounidenses, según los economistas eso se compensaba con creces con la reducción de los precios al consumidor y en casos extremos siempre estaba el estado del bienestar. Y si algunos estadounidenses se sentían intranquilos por el vertiginoso ritmo de transformación cultural provocado por la inmigración masiva, sintiéndose como extraños en su tierra natal… bueno, tendrían que acostumbrarse a ello. Estados Unidos, desde este punto de vista, no era ante todo una nación, sino un mercado, y además estaba transicionando hacia un nuevo orden mundial, un orden sin fronteras, de libertad de mercado cosmopolita que con el tiempo se extendería a cada pulgada de la tierra. Si había naciones que se resistían al emergente consenso liberal mundial, podían ser sobornadas o amenazadas para que lo aceptaran mediante la ayuda internacional (ya sea dándola o negándola). Y si no, se podía recurrir al poder militar estadounidense para acabar con los regímenes recalcitrantes. Este último punto era un compromiso profundamente arraigado entre la élite política de Washington. El Presidente Obama había sido elegido en 2008 en parte por la promesa de poner fin a las costosas y evidentemente inútiles guerras de los Estados Unidos en Oriente Medio. No obstante, tras ocho años de presidencia de Obama, las tropas estadounidenses permanecían en Afganistán e Iraq; el poderío estadounidense se había utilizado para poner fin al régimen de Muammar Gaddafi en Libia y se estaba dando asistencia militar estadounidense a diversos grupos contrarios al gobierno de Assad en Siria. Todo ello bajo la supervisión de un presidente “pacificador” que se había distanciado del consenso militarista en política exterior de Washington. Pero la clase política estadounidense -cargos electos republicanos y demócratas y altos funcionarios en Washington- se había vuelto adicta a la guerra. Un aspecto elemental de la doctrina social católica es que los seguidores de Cristo buscan la paz, no la guerra. Siendo cierto que la guerra es a veces necesaria y justa, deben cumplirse una serie de condiciones exigentes. Mientras se gastaban trillones de dólares y miles de vidas norteamericanas, sin mencionar los cientos de miles de vidas de nuestros adversarios, en esas guerras América, el pueblo norteamericano era cada vez más consciente de que algo no funcionaba bien. Una nación que luchaba en guerras extranjeras interminables no se ocupaba de las fracturas provocadas en el bien común en casa. Otros dos principios en el corazón de la doctrina social católica son la solidaridad y la subsidiariedad. La solidaridad es un aspecto de la virtud de la caridad. Es querer el bien de los demás al sentir un vínculo común que nos une. En términos políticos, es una especie de “amistad” entre conciudadanos, cuidadosamente cultivada por los gobernantes. Porque participamos juntos en una comunidad política, compartimos un bien común, y así espontáneamente sentimos la responsabilidad de ayudar a aquellos dentro de nuestra comunidad política que están experimentando dificultades. Queremos que cada parte de la nación contribuya al bien del conjunto, y queremos que nuestros conciudadanos reciban el reconocimiento debido por su contribución. Y por eso apoyamos políticas públicas que fomenten esa participación. La solidaridad es “normal” en una comunidad política que funciona bien. Este principio de solidaridad está a veces en tensión con el “duro individualismo” del que nos solemos enorgullecer en Estados Unidos. Es justo por la solidaridad por la que los católicos fueron tan prominentes en los primeros movimientos sindicales y en el desarrollo de muchos aspectos del estado de bienestar en Estados Unidos. Ambos fueron iniciativas que buscaban unir unos Estados Unidos fracturados según la clase socioeconómica. La subsidiariedad es un principio que sostiene que los asuntos de interés público deben ser abordados por la autoridad competente de nivel inferior. En otras palabras, la responsabilidad a la hora de abordar una cuestión social debe ser local siempre que sea posible. La responsabilidad no debe ser usurpada por autoridades superiores a menos que sea absolutamente necesario. Este principio está, en primer lugar, bastante cerca de otro de los ideales norteamericanos que celebramos a menudo: una actitud de sospecha frente al gran gobierno. Pero existe una diferencia. La subsidiariedad está abierta a la participación de las autoridades superiores cuando las inferiores no cumplen sus fines: de hecho, lo exige. La intervención en estos casos de la autoridad superior debe tener como objetivo crear las condiciones para devolver a la autoridad inferior su legítimo papel y su sano funcionamiento. La autoridad superior no debe desplazar a la inferior. La visión que subyace a la subsidiariedad es la de una sociedad civil vibrante en la que las familias, las empresas, las asociaciones profesionales, los sindicatos, los municipios, y muchos otros cuerpos más, son cada uno de ellos activos en sus contribuciones únicas al bien del conjunto, el bien común. Estos principios de la doctrina social católica pueden parecer muy abstractos, pero iluminan sobre el dilema al que se enfrentaban los Estados Unidos de América en 2016. Mientras que las élites metropolitanas pensaban que la economía iba “bien”, de hecho durante una generación los acuerdos comerciales en favor de la globalización y la deslocalización del empleo industrial habían destrozado las vidas y comunidades de millones de americanos. Pero ningún gobernante se había dado cuenta. Fue durante las elecciones de 2016 cuando la mayoría de los estadounidenses se enteraron por primera vez de que una epidemia de opiáceos llevaba mucho tiempo haciendo estragos en nuestro país, con muertes anuales por sobredosis en los últimos años que superaban el número total de estadounidenses muertos durante la guerra de Vietnam, y así cada año. Y fue más o menos al mismo tiempo cuando los estadounidenses se enteraron de que las “muertes por desesperación”, por suicidio, sobredosis y enfermedades hepáticas relacionadas con el alcohol, habían crecido hasta un nivel alarmante. Tanto es así que la esperanza de vida de los estadounidenses blancos había estado disminuyendo desde hacía muchos años. Incluso hoy en día, estos impactantes hechos sobre nuestra sociedad no parecen ser de particular interés para nuestros medios de comunicación. Hollywood no se ha dedicado a producir películas conmovedoras sobre esta carnicería norteamericana. Las políticas públicas para abordar las “causas de raíz” de tantas vidas arruinadas no han sido en ningún momento una prioridad de la agenda del Congreso. Una vez más: en 2016, casi nadie con autoridad en nuestro país se había dado cuenta de que lo que realmente estaba sucediendo. Lo que esto revela es una crisis de solidaridad. Las clases prósperas que se han beneficiado materialmente de las cadenas de suministro mundiales y de la financiarización de nuestra economía no parecen sentir ninguna obligación especial hacia sus compatriotas que se han quedado atrás en esta gran transformación. Los “ganadores” del sistema económico construido para facilitar la globalización tratan a sus conciudadanos de la clase trabajadora como prescindibles, como engranajes de una máquina desgastada que se pueden desechar. Es difícil imaginar una herida más profunda en la amistad cívica que debería ser el alma del bien común. ¿Cómo puede haber ocurrido esto? ¿Cómo se puede haber permitido la extensión de esta fractura? Una razón es que la ofensiva propagandística en favor de la “economía high-tech” ha sido tan grande y tan autocomplaciente con las élites urbanas, que ha llegado a deformar su visión. ¡Unos Estados Unidos dedicado al libre mercado no tiene que intentar salvar los trabajos del pasado! ¡Los estadounidenses deben aceptar los trabajos del futuro! Ese ha sido el mensaje optimista durante décadas, y las escuelas y universidades norteamericanas respondieron con una vasta expansión de los programas STEM. Pero la mayoría de los mejores trabajos tecnológicos parecían ir a poseedores de visados H-1B venidos de la India. Para demasiados estadounidenses, el “trabajo del futuro” resultó ser conducir un Uber. Hay otra razón por la que se ha permitido que se desarrolle esta fractura socioeconómica. La atención de nuestros líderes políticos se dirigió, simplemente, a otra parte. En concreto, su atención estaba concentrada, y nuestros líderes estaban obsesionados, en la política de identidades. Cuando el Presidente Obama fue elegido por primera vez en 2008, casi todos los estadounidenses, independientemente de sus diferencias partidistas, pudieron celebrar juntos el anuncio de unos Estados Unidos “post-raciales”. La esclavitud había sido el pecado original de los Estados Unidos y después de la Guerra Civil la segregación legal continuó perpetrando una horrible injusticia contra los afroamericanos. Esas políticas y las actitudes racistas que las acompañaban habían sido una grotesca violación de la solidaridad que los estadounidenses blancos debían a sus conciudadanos, y ese abuso se prolongó durante décadas. Sin embargo, en las últimas décadas, el país ha erradicado las peores formas de racismo y ha exigido la igualdad jurídica, e incluso la acción afirmativa, para unir a la nación. En el transcurso de dos generaciones, los afroamericanos habían avanzado claramente, como era de justicia que así fuera. Y ahora, los Estados Unidos habían elegido a un hombre negro para el cargo más alto del país. Era una época optimista. Había un sentido de logro moral, la unión de toda una nación, los Estados Unidos de América. Pero ese sentido de unidad moral, de solidaridad, de abrazar la visión de unos Estados Unidos post-raciales no duró mucho. El presidente Obama llenó su administración de activistas de izquierda fuertemente alineados con los principios del multiculturalismo y las últimas teorías académicas de la “interseccionalidad”. Estos activistas estaban dispuestos a hacer avanzar las políticas de identidad hasta donde pudiera llegar, y en aquella administración demócrata tenían en sus manos las palancas del poder. Así pues, si bien el Presidente Obama a menudo dio voz a una conmovedora retórica de integración y unidad, en realidad, las doctrinas de las políticas de identidad nos llevaron al cultivo de la división racial y étnica, a un agresivo resentimiento de la minoría contra la cultura mayoritaria. En lugar de unos Estados Unidos post-raciales y ciegos al color – e pluribus unum -, las políticas de identidad exigen casi una obsesión con la raza en todos los aspectos de la vida. El no reconocer y honrar la diferencia racial es visto como una especie de “borrado” cultural, un crimen contra la identidad. Para el “woke” interseccional, no hay ningún interés en la integración: ¿por qué, después de todo, un norteamericano negro o marrón o amarillo querría integrarse en la odiosa “blancura”? Su única preocupación es “aumentar las contradicciones” para eventualmente derrocar las “estructuras de poder” de la libertad y la democracia norteamericanas. Qué es exactamente lo que imaginan que vendrá luego y por qué será mejor, nunca está del todo claro.