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Lo que no se dice sobre la crisis en Ucrania
05 - 03 - 2014 - CULTURA - PolĂ­tica

Marcello Foa, autor del libro “Los hechiceros de la noticia”, analiza los escenarios de guerra en la ex-república soviética. Publicamos, gracias a su gentil concesión, un artículo que fue publicado hoy en el “Corriere del Ticino

¿Qué ha entendido sobre la crisis en Ucrania? Seguramente que el pueblo ucranio se rebeló en contra de un presidente arrogante y autoritario, Viktor Yanukovich, que, al tratar de reprimir las protestas, mató a decenas de personas, pero al final fue destituido. Luego, Rusia se enojó y, como venganza, invadió Crimea. Usted, lector, tal vez habrá entendido que el pueblo quiere entrar a formar parte de la Comunidad Europea, mientras Yanucovich y, sobre todo, Moscú, se oponen. Fin.

Pero la realidad es un poco diferente, y mucho más interesante. Para entender qué está sucediendo verdaderamente hay que hacer un salto en el tiempo, de unos veinte años, cuando una de las mentes más refinadas de la Administración estadounidense, Zbigniew Brzezinski (que todavía tiene una enorme influencia), dijo que Ucrania era un país fundamental para los nuevos equilibrios geo-estratégicos; un país que habría debido ser alejado de Rusia para llevarlo a la órbita de la Otan y de los Estados Unidos. Comenzó en ese entonces un enorme partido de ajedrez entre Washington y Moscú. Es más, una larga guerra, aunque con armas poco convencionales.


Por ejemplo, las “revoluciones pacifistas”. El método se inspira en las teorías del estadounidense Gene Sharp y fue aplicado por primera vez en Serbia en el año 2000, en ocasión de la caída del entonces presidente Slobodan Milosevic. Funciona de esta manera: protestas en las calles aparentemente espontáneas, aunque en realidad se trata de planes cuidadosos dirigidos mediante organizaciones no gubernamentales, asociaciones humanitarias y partidos políticos; en un “crescendo” de operaciones públicas (amplificadas por los medios de comunicación internacionales y con apoyo dentro de las instituciones, sobre todo del ejército), las protestas acaban provocando la caída del “tirano”. El experimento serbio dejó muy satisfecho al Departamento de Estado, que decidió provarlo en otros sitios: en 2003 en Georgia (Revolución de las Rosas) y al año siguiente en Ucrania, cuando, en Navidad, el candidato progresista Viktor Juschenko (¿se acuerda usted?, ese con el rostro lleno de viruelas) derrotó en las plazas justamente a Yanukovich, durante la Revolunción anaranjada.


Una obra de arte que, no podía ser de otra forma, despertó a Putin, quien se dio cuenta de estos métodos y, obsesionado por el temor de que pudieran ser usados en las calles de Moscú en su contra, puso en marcha una «nueva guerra fría» con los Estados Unidos. Las relaciones pasaron de lo cordial al hielo. Y sus servicios planearon la reconquista de Ucrania, usando, a su vez, instrumentos poco convencionales como los chantajes con el gas, el sabotaje de la economía, malesta social, técnicas “spin” para desmotivar y debilitar a los partidos de la coalición anaranjada. El resultado: en 2010 Yanukovich fue elegido presidente y Ucrania dejó la órbita estadounidense para volver bajo el ala rusa.


Y llegamos a nuestros días, con el surgimiento de una variante sorprendente. La protesta pacífica se convierte, por lo menos en parte, en una protesta violenta. ¿De quién es la responsabilidad? No de los soldados extranjeros en el terreno (al menos directamente), sino de los extremistas. ¡Y qué extremistas! Como se sabe, los que asaltaron los ministerios de Kiev no fueron los jubilados ucranios, sino milicias paramilitares neonazis, bien formadas y armadas. Los pacifistas sirvieron como corolario, sobre todo mediático, pero los que hicieron caer a Yanukovich fueron los guerrilleros antisemitas, fanáticos y ultraviolentos. Auténticos canallas, cuya intervención fue perfecta: la protesta llegó a su clímax durante los Juegos de Sochi, es decir el único momento en el que Rusia no podía permitirse arruinar la imagen de las Olimpiadas. Kiev ardía pero el Kremlin debía quedarse callado.


Una operación sofisticada y magistral, sin paternidad oficial, pero que desencadenó (acabada la fiesta olímpica) la respuesta del Kremlin, mucho menos refinada. Obama no se imaginaba que Putin pudiera ocupar Crimea, de la misma manera que el Kremlin no se esperaba la guerrilla filo-estadounidense. Se sorprendieron recíprocamente. Y no ha acabado. La guerra, sucia y asimétrica, durará bastante tiempo ante los ojos de la opinión pública mundial, que será testigo aunque no entienda nada.(del  libro de Marcello Foa-Vatican Insider)