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Matrimonio de los sacerdotes: las razones de una obsesión
13 - 11 - 2019 - EMERGENCIA ANTROPOLOGICA - Otros

Antes y después de su documento final, el reciente sínodo sobre la Amazonia ha vuelto a poner en discusión la cuestión del celibato sacerdotal. (Fuente: Religionenlibertad)

Hay quienes no lo ocultan, sobre todo en la Iglesia alemana, pero también en todas las jerarquías eclesiales donde se apelotonan los progresistas que aún quedan: la reciente petición del sínodo para la Amazonia de poder ordenar a los diáconos casados no es más que otro paso hacia el objetivo de introducir el matrimonio de los sacerdotes en toda la Iglesia católica. El tema no es nuevo, vuelve a la palestra cada cincuenta años con la regularidad de un castaño de Indias. Es asombrosa esta recurrencia en una cuestión que no parece constituir una obsesión para los fieles católicos actuales, sobre todo porque las nuevas generaciones son cada vez más tradicionales. Además, los argumentos racionales en favor del matrimonio de los sacerdotes no se sostienen.
¿Respuesta a la falta de vocaciones? No se ayuda a una institución en crisis -el sacerdocio- con otra institución en crisis -el matrimonio-, ya que ambas son víctimas de la misma crisis generalizada: la del compromiso, el eslabón débil de la psique moderna en la edad de la sociedad líquida. Nadie, salvo los sacerdotes y los homosexuales, quiere casarse, se suele decir en broma. Y los jóvenes que sí quieren dudan ante la perspectiva de tener que fundar una familia con un sueldo inferior al sueldo base y con horarios laborales interminables -empezando por el domingo, claro-, lo que lleva a muchos a elegir el sacerdocio, incluso conyugal…

¿Respuesta a la crisis de la pedofilia? ¡Pero si la inmensa mayoría de los crímenes pedófilos del mundo se cometen en el ámbito de la familia….!

¿Eliminación, por fin, de la imposible exigencia de la castidad, tan inhumana que muchos sacerdotes no la aceptan? Pero, ¿por qué los que son infieles a esta promesa hecha el día de su ordenación deberían ser fieles, mañana, a su esposa? Sea cual sea el nivel de compromiso exigido, siempre habrá hombres que no lo respetarán (a este respecto, deberíamos pedir a los esposos que dejen de jurarse fidelidad, ya que hay quienes no la respetarán) y es probable que después del matrimonio de los sacerdotes llegue una nueva reivindicación: su divorcio… Si realmente la castidad es tan inhumana e imposible de respetar, ¿cómo se explica que conozcamos a tantos sacerdotes y monjes que la respeten y encuentren en ella una gran felicidad y plenitud espiritual?

Un estado de vida que hace del sacerdote un punto de interrogación viviente

Falsa respuesta a un problema real -la crisis de las vocaciones-, el matrimonio de los sacerdotes no sólo lo defienden desde dentro hombres de Iglesia que pretenden preocuparse de su futuro, sino que también lo hacen, desde fuera y con vehemencia, ateos o anticlericales que, sin embargo, proclaman que no tienen nada que ver con esta institución retrógrada, cuando no se declaran decididamente enemigos de la misma. Y esto, por lo menos, debería alertarnos y sugerirnos que esta reivindicación está hecha en nombre del mundo, de este mundo cuyo príncipe es el enemigo del Hijo de Dios, y no en nombre de la Iglesia de Cristo.

Porque en realidad, cuando se ataca el celibato no se está atacando un defecto que desnaturaliza la institución bajo ataque, sino que se está atacando la institución misma del sacerdocio. Ciertamente, en Oriente y en el anglicanismo existen los sacerdotes casados, y seguro que entre ellos hay sacerdotes buenos e incluso santos. También es cierto que, el menos en el imaginario occidental, el celibato está vinculado al sacerdocio: elegido y no impuesto, es lo que distingue al sacerdote del resto de los hombres, es lo que impresiona o incluso escandaliza. Es lo que hace de este hombre, literalmente, un hombre aparte, un punto de interrogación viviente que es la mejor puerta de entrada a la evangelización. Pero es también, a los ojos de aquellos para los que el catolicismo es un insoportable signo de contradicción ante un materialismo triunfante, la piedra de escándalo, el obstáculo con el que tropezamos continuamente y que queremos enrasar. Y no sólo porque en una sociedad hipersexualizada, que hace de la sexualidad descontrolada no sólo algo banal, sino un bien de consumo como otro, la valorización de la castidad es un escándalo intolerable al que hay que poner fin.
En realidad, el celibato impuesto a los sacerdotes de la Iglesia latina no es una cuestión de eficacia y disponibilidad, aunque estos aspectos también tienen su importancia. Para el sacerdote, el celibato es el signo y la puesta en marcha de la radicalidad de su compromiso al servicio de Cristo y de los hombres. Es la consagración, la oblación última a Dios y a los hombres de su afectividad en una incorporación a Cristo, al que el sacerdote está llamado a seguir e imitar hasta el sacrificio de sí mismo, hasta el olvido total de sus pasiones, inmoladas al servicio del prójimo. Su imitación de Jesús, su servicio a los hombres empujan al sacerdote a renunciar al matrimonio como también a la fecundidad física, siendo su único deseo la unión mística y la paternidad espiritual.

Si la forma radical de castidad que implica la vocación sacerdotal está más allá de lo que a un hombre le puede parecer normal, significa que es signo de que el sacerdote no es un hombre que cuente sólo sobre sus propias fuerzas para alcanzar un fin humano que él se ha fijado, sino que es un enviado de Dios que responde con confianza a Su llamada y que sabe que, a cambio, puede contar con Su gracia por poco que sea fiel, para así ir más allá de sus propias fuerzas con el fin de colaborar a la obra de Dios. Es, en definitiva, el signo y lo que define el carácter propiamente sobrenatural de su misión.

Ahora bien, es justamente este carácter sobrenatural el que odian todos aquellos que no soportan la pretensión de la Iglesia católica a la transcendencia, a la que quieren convertir en una ONG más. Y para convertir a la Iglesia en una ONG más, hay que hacer del sacerdote un hombre como otro cualquiera. Un hombre casado y, mañana, sin duda divorciado. Y, por qué no, homosexual. Todo, salvo un signo de contradicción. Todo salvo un hombre que nos recuerde que nuestro verdadero destino no es este mundo, que estamos llamados a un Amor infinito, infinitamente más grande, más valioso, infinitamente más bello que este amor humano del que no es más que el reflejo sublime.