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Argumentos católicos contra la apertura de las fronteras
02 - 09 - 2019 - EMERGENCIA ANTROPOLOGICA - Otros

El apoyo a la inmigración a gran escala ha aumentado radicalmente en Estados Unidos en los últimos 25 años, sobre todo entre los Demócratas y la gente joven. (Fuente: Infovaticana)

Entre los Republicanos y la gente más mayor el apoyo sigue siendo estable, aunque este grupo de población se dejado llevar por la línea marcada por la tendencia general.

Lo que asombra es que la brecha entre los Republicanos y los Demócratas sobre este tema empezó a ampliarse sólo hacia 2006. Los primeros siguieron defendiendo sus antiguas convicciones mientras que los últimos se movieron claramente a favor. La brecha generacional también ha aumentado de manera significativa, aunque no de manera tan brusca o repentina.

Los líderes demócratas se han subido a bordo de esta tendencia. Desde luego no dicen claramente que quieren la apertura de las fronteras, pero se niegan a dar apoyo públicamente a cualquier restricción al respecto. Los medios de comunicación apoyan totalmente la tendencia y quienes hablan en nombre de la Iglesia siguen la línea trazada por los Demócratas y los medios de comunicación (como hacen en la mayoría de temas).

¿Es todo esto una buena idea? La exigencia de reducir drásticamente los controles sobre la inmigración es muy reciente, y nadie parece haber pensado detenidamente en ello, aunque es (como muchas otras cuestiones políticas) un tema que hay que decidir con prudencia.

Para los principiantes, el Catecismo establece que «las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero….[pero] las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas» (CIC, 2241).

En otras palabras, las autoridades deben ser generosas, pero en la medida en que la acogida de inmigrantes respete el principio fundamental según el cual la autoridad legítima busca el bien común de los que son gobernados.

La responsabilidad del gobierno de ocuparse de la comunidad, y la obligación mutua de los ciudadanos, hacen que la inmigración se parezca en algo a la adopción. La adopción es algo bueno y generoso y el bienestar del niño que debe ser adoptado es importante, pero para los padres el bienestar de la familia ya existente es la primera responsabilidad.

¿Qué impacto tendría la inmigración libre en los países de acogida y concretamente en Estados Unidos? ¿Realmente ampliaría el bien común universal? Desde luego, la inmigración es menos complicada que la adopción, dado que la ciudadanía es un vínculo menos fuerte que el de pertenencia a una familia. Pero sí que plantea sus propio problemas.

Por ejemplo, priva a los países de origen de gente muy necesaria. No es de gran ayuda para Zambia que todos sus médicos y enfermeras emigren al Reino Unido y trabajen en la Seguridad Social. Esta es una de las razones por la que algunos de los prelados más importantes de África han criticado a quienes defienden las migraciones masivas.

Además, la inmigración por fuerza separa a las familias. Los programas de reunificación familiar hacen lo que pueden. Pueden, por ejemplo, reubicar a la abuela guatemalteca para que esté con su nieto en Nueva York; pero entonces sus otros dieciséis nietos estarán privados de su Abuela. Estos lazos familiares se extienden ad infinitum y, a no ser que se traslade a toda la población de Sudamérica a Brooklyn, no pueden sobrevivir al proceso emigratorio.

La inmigración también implica un desequilibrio cultural. Un equipo de investigadores dirigido por la Dra. Mary Adams de la Universidad de Arizona publicó un sorprendente informe en 2005 en el que se evidenció que los adolescentes hispanos que hablan principalmente inglés tienen el doble de posibilidades de ser sexualmente activos que los que hablan sobre todo español.

La asimilación está reconocida a nivel universal como algo necesario para mantener el orden social y cultural en naciones con altos índices de inmigración. Sin embargo, parece que la asimilación hace a los inmigrantes menos inclines a adoptar las normas morales.

El desequilibrio cultural también es un problema para la sociedad que acoge. Una de las razones importantes por las que a la izquierda cultural le gusta la inmigración de masa, incluso de musulmanes ortodoxos, es precisamente porque es tan desestabilizadora. La inmigración masiva crea una sociedad multicultural con gente vinculada a diferentes modos de vida con principios distintos. Esto dificulta que haya estándares públicos como la vida familiar. Los progresistas, por ejemplo, podrían no aprobar que las mujeres musulmanas lleven velo en público. Pero los llamamientos a «tolerar» la poligamia islámica ofrecen la posibilidad de normalizar el «poliamor», que cada vez lleva más allá los límites de la Revolución sexual para entrar en la vanguardia.

Tenemos también el problema de las relaciones entre los grupos étnicos y religiosos. La diversidad es un desafío; incluso la izquierda lo admite. Sin duda, multiplicar los desafíos sin una razón de peso es una mala idea.

Desde una perspectiva estadounidense, los criterios prácticos en favor de la inmigración parecen ser en su mayoría los restaurantes étnicos, el dinamismo económico y los sueldos bajos (es decir, «los trabajos que los estadounidenses no harían»).

Pero no necesitamos a la inmigración de masa para cultivar alimentos. Lo hemos hecho durante miles de años sin ella.

Y si bien han nacido en el extranjero, los médicos formados en la Johns Hopkins sin duda aportan algo económicamente, pero no sufrimos de falta de médicos. ¿Por qué no puede la John Hopkins formar sólo a más estadounidenses? Además, como hemos visto, estos inmigrantes con grandes capacidades son muy necesarios en sus países de origen.

Es obvio que los sueldos bajos sí que benefician a algunas personas. George J. Borjas, un economista estadounidense de origen cubano de Harvard, sostiene de manera convincente que las consecuencias económicas netas de la reciente inmigración han sido transferir el 5 por ciento de la renta nacional de los trabajos con sueldos más bajos a los empresarios con sueldos más altos. En otras palabras, la inmigración masiva crea fisuras entre los trabajadores menos cualificados y peor pagados, que compiten para ver quién trabajará por un sueldo menor. No es de extrañar que los hermanos Koch casi le declararan la guerra al presidente Trump cuando este intentó contener la inmigración ilegal.

Es difícil considerar que la inmigración a larga escala tenga beneficios prácticos para el mundo en general, o para la mayoría de los estadounidenses en particular. En cambio, los argumentos en favor son fundamentalmente morales o filosóficos. Los izquierdistas radicales y los libertarios radicales creen que el libre movimiento de personas es un derecho humano fundamental, y denuncian la existencia de fronteras nacionales como «estatismo», «fascismo» o variaciones sobre estos mismos temas.

¿Se pueden gestionar estos desplazamientos en nuestros núcleos de población? Un estudio llevado a cabo por Gallup demuestra que a más de 750 millones de personas en todo el mundo les gustaría ir a otro país si tuvieran la oportunidad. Es el 10 por ciento de la población mundial. Además, 158 millones de estas personas elegirían Estados Unidos como su destino principal. Y los Estados Unidos serían el segundo destino para la mayoría de los 270 millones que preferirían otro país occidental o de la angloesfera.

Sólo podemos acoger una muy pequeña parte de estas personas. Y haríamos mucho más por las personas que están realmente necesitadas -causando además menos trastorno para sus países y el nuestro- ayudándolas en su lugar de origen.

Los católicos de izquierdas siempre exigen que este país adopte una política de frontera «más a imagen de Cristo». El infame padre James Martin, SJ ha llegado incluso a decir que las leyes de inmigración de Estados Unidos son «pecado». Bien, entonces busquemos la solución en el Evangelio.

La Sagrada Familia, cuando huía de Herodes, se refugió en Egipto. Pero no se trasladaron a Roma, se convirtieron en ciudadanos romanos y pidieron la atribución de alimentos. Permanecieron al otro lado de la frontera mientras duró el peligro y después volvieron a Nazaret.

Demos cobijo a las personas cuyas vidas estén realmente amenazadas; en caso contrario, ayudémoslas a mejorar las condiciones políticas, económicas, culturales y espirituales de su tierra natal. ¿Le parece bien, padre Martin? Esto es probablemente lo que Jesús haría. Es lo que Él hizo.