Ya he hablado en alguna otra ocasión de las ideas de Simon Sinek. Hoy, siguiendo las discusiones que se pueden leer online sobre el tiempo que dedicamos a discutir, por internet, de cosas sobre las que no tenemos un control directo (debate suscitado, parece ser, por el gran número de conversaciones relacionadas con el incidente del Instituto de Covington en la Marcha por la Vida de Washington, D.C.), mi amiga Hilary White ha encontrado esta perla y me la ha pasado. Es breve y le pido que la mire antes de seguir leyendo:
https://www.facebook.com/sandralee.hensberg/videos/10157156098360799/
Escribí algo sobre este tema en Facebook, y en lugar de volver a escribir algo nuevo, lo voy a copiar y pegar aquí. Es un tema que tengo la intención de volver a abordar este año porque no sé cuánto más podremos soportar esta continua mortificación causada por las malas noticias procedentes de la Iglesia y el mundo, viendo, sin poder evitarlo, este desastre e incapaces de saber, realmente, lo que tenemos que hacer.
Sinek tiene razón al 100%. Dedicamos todo nuestro tiempo a las redes sociales obsesionados por las historias de personas que no conocemos y sobre las que discutimos horas y horas; mientras tanto, descuidamos a nuestros cónyuges e hijos y la realidad se convierte en algo marginal. Podríamos ser todos cerebros en tanques enchufados a la matriz. No se me escapa tampoco la ironía de publicar esta entrada.
Esta primavera pasada se han cumplido 27 años desde que estoy en internet. 27 años. Y 17 más o menos que poseo un móvil. Y 12 que poseo un smartphone. Y cada año empeora, porque cada vez es más fácil estar en la nube, sintonizarse y desplazarse. Me pregunto qué pensará mi hija de tres años cuando intenta hablar conmigo y yo, al mismo tiempo que hablo con ella, estoy pendiente de este dispositivo infernal.
Entre nuestra cruel adicción, nuestra necesidad de dedicarle cada momento que tenemos de pausa, nuestra incapacidad de tener relaciones reales con gente real porque nuestras relaciones higiénicas online son fáciles de manejar y mucho menos complejas, y como además siempre puedes bloquear a una persona online que sea un incordio… nos estamos perdiendo a nosotros mismos. El otro día, cuando fui a comer, me obligué a mí mismo a dejar el móvil en casa. ¿Saben lo duro que fue? Sobre todo porque las personas con las que comí no lo hicieron. Cada vez que cogían su móvil, no importa lo válido que fuera el motivo para hacerlo, me sentía de repente totalmente solo e inseguro sobre lo qué tenía que hacer.
Voy a mi oficina con la intención de trabajar y SIEMPRE, lo primero que hago, es controlar las redes sociales. Siempre. Ahí es donde están las noticias. Ahí es donde mis amigos hablan de las historias que importan. Ahí es donde están todas las notificaciones que no he controlado desde la última vez que estuve cerca de un dispositivo conectado a internet. Y no puedo decirles cuántos días alzo las manos, frustrado, porque no he hecho nada que tenga significado, y el tiempo ha pasado y tenemos que preparar la cena y hacer distintos quehaceres, y decir nuestras oraciones, y quiero sólo intentar una vez más acabar algo, pero las redes sociales me avisan de que hay 49 nuevos mensajes y necesito controlarlos antes que todo el resto…
No sé cómo hacer el tipo de trabajo que hago sin estar conectado, pero tampoco sé como hacerlo MIENTRAS estoy conectado. Todo esto nos está destruyendo. Está destruyendo nuestros cerebros. Está destruyendo nuestra capacidad de tener conocimiento del entorno y de evitar el peligro y de ver la belleza que hay a nuestro alrededor. O de ver la belleza de nuestro alrededor sin tener que subirla a Instagram y asegurarnos de que se comparte también en Facebook y Twitter.
No tengo una respuesta y les aseguro que, en este tema, soy el mayor hipócrita del mundo. Pero en algo hay que ceder. No es así cómo se suponía que teníamos que vivir.
Estos instrumentos que tenemos son útiles. Sin internet no podríamos defendernos de muchas cosas. El obispo Schneider ha mencionado, en concreto, el poder que ha dado a los buenos católicos para luchar contra la corrupción presente en la Iglesia. Nuestra capacidad de producir contenidos convincentes que contrarresten la narrativa dominante es una gran bendición, y no debería subestimarse. No podemos tirar la toalla, pero tampoco podemos dejar que esto nos consuma.
Le ruego que considere esta como la primera incursión de otras muchas de un debate que, estoy convencido, debemos tener. Sin un final a la vista sobre el tema de la crisis, necesitamos tener agallas para cambiar nuestros hábitos. Tenemos que actuar y vivir y trabajar de maneras que sean espiritual, emocional y físicamente sanas, o no conseguiremos superarlo.