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El Sínodo: ¿una asamblea política?
20 - 09 - 2018 - GENERALES -

El nuevo diseño del sínodo de los obispos se parece demasiado a una asamblea política, a mi juicio. (Fuente: Infocaticana)

Nada hay que objetar a la práctica de la colegialidad y de la sinodalidad en el ejercicio de la potestad sagrada del Papa y los obispos, al servicio de la comunión y de un permanente discernimiento. La aplicación de esos principios admite sin duda variedad de configuraciones, y será normal que a lo largo de la historia la Iglesia bascule privilegiando un extremo u otro según necesidades y sensibilidades. Eso sí, evitando pendular de una postura unilateral a otra.

Pero, si mi percepción es correcta y el sínodo queda confundido con una asamblea política, será dominado por las dinámicas propias de la política. Esto hará imposible que sea instrumento de unidad de la Iglesia y entre las iglesias, como explícitamente reclama el documento Episcopalis communio. Al contrario, lo convertiría en motivo de confusión y enfrentamiento.

Porque la política tiene dos momentos inevitables: el primero, sí, es el de la cooperación, el acuerdo, la unidad; pero también existe de modo inevitable el conflicto, la polarización, la división. Por eso el mundo de la política es y debe ser un pluriverso: la política da lugar a múltiples unidades relativamente independientes entre sí, que no pueden ser sustituidas por un único superestado universal o un único movimiento representativo, etc.

Pero en este documento encuentro elementos preocupantes, sobre todo cuando se interpretan en su contexto y con los precedentes inmediatos. Señalaré solo dos:

Primero. La referencia a la consulta al pueblo de Dios, y el papel de los obispos como voz de ese pueblo (el sínodo “è uno strumento adatto a dare voce all’intero Popolo di Dio proprio per mezzo dei Vescovi”). Por supuesto, los obispos deben escuchar al entero pueblo de Dios. Por supuesto, en cuanto que ellos forman parte del sínodo, y los demás no, podrán ellos dar voz a esas preocupaciones o solicitudes. Pero se debe evitar aún la apariencia de que el obispo es mi representante. Por dos razones: yo no les doy ese mandato representativo (ni elijo a los obispos ni puedo cesarlos); y más aún: no me dejo sustituir por ellos en la expresión de mis opiniones, que sería una forma de clericalismo.

Segundo. Constituir el sínodo en una asamblea deliberativa en materia magisterial, siempre con la firma del vicario de Cristo, es perfectamente aceptable. Pero no parece aconsejable, si eso lleva a entender la función de enseñar como un subproducto de la política eclesiástica. Aquí el contexto y los precedentes recientes son muy preocupantes:

Se sabe con certeza que en los sínodos de la familia se usaron procedimientos oblicuos o no transparentes para guiar el resultado de la asamblea. En concreto, se presentaban proposiciones ambiguas para ser votadas por los padres sinodales –tal como ha relatado el obispo Forte con toda candidez-. De ese modo, se evitaba la resistencia de algunos, hasta sumar suficientes votos a favor. Esto no es un buen precedente. Más aún, también ha sucedido que ni siquiera se ha respetado la mayoría exigida de dos tercios para dar por buenos algunos párrafos decisivos para poder proceder a las reformas que buscaba el presidente del Sínodo.

La verdad no se vota. El voto en una asamblea que quiera ejercitar el magisterio episcopal será solo un instrumento para llevar adelante un diálogo –con Pedro y bajo Pedro- para descubrir qué enseña Jesucristo y el depósito de la fe sobre un punto concreto, o para lograr una nueva formulación más clara, más profunda o más coherente, de las verdades que ya conocemos. Cuando el voto se convierte en expediente para silenciar ciertas voces, no solo se incurre en una falacia lógica insoportable, sino que se reduce la Verdad revelada a consenso político. La señal de que la enseñanza de la fe se ha politizado es que se califican las proposiciones ya no de verdaderas o falsas, ortodoxas o heterodoxas –con gran espacio para la duda y la discusión-, sino de conservadoras o progresistas, alineadas con cierta postura eclesial, o a la contra. Como por otra parte sucede en la prensa desde el Concilio, y sucede en la Iglesia entera desde los sínodos de la familia.

Para que el voto pueda tener sentido, las proposiciones tienen que ser expresadas en un lenguaje no ambiguo, blanco sobre negro, de modo que pueda responderse sí o no, verdadero o falso (o dudoso). Otra cosa destruirá la capacidad de nuestro lenguaje eclesiástico para hablar sobre la verdad, condición necesaria para la conservación y difusión de la fe (léase la encíclica Fides et Ratio a este respecto). Nada se dice a este propósito.

En las asambleas de las órdenes religiosas medievales que dieron origen a nuestros procedimientos democráticos, siempre se decía que melior pars, maior pars: la mayoría la conformaba no el número mayor, sino la calidad. El procedimiento de la asamblea no era puramente aritmético, que a la postre supondría sin más una comparación entre fuerzas, no un diálogo entre razones.

Todo lo anterior se agrava allí donde el Papa es quien nombra a los padres sinodales, con el criterio fundamental de que representen su propia opinión sobre un asunto en discusión. Ese modo de nombrar representantes pontificios no parece querer contribuir a una discusión más enriquecedora y profunda, sino a sumar votos en una eventual deliberación, y a silenciar a la minoría discrepante.

Para concluir:

En la teoría política y en el magisterio social de los Papas se ha llamado la atención sobre el peligro de la tiranía de la mayoría, cuando no se respetan los derechos de las minorías en la formación de la voluntad colectiva. Pero sobre todo ese peligro surge cuando se someten a votación temas que por su propia naturaleza no deberían ni siquiera votarse (por ejemplo, sería inaceptable votar esta pregunta: ¿deberíamos reconocer a un judío su condición de persona humana y su correspondiente dignidad?). Votar tiene sentido solo allí donde hay cosas que no se votan porque ya se han dado por resueltas –por ejemplo: quiénes tienen derecho de voto-. Léase el discurso de Benedicto XVI ante el parlamento alemán.

Una regulación del sínodo debería estar prevenida frente a los peligros de las dinámicas políticas, poniendo no solo buenas disposiciones personales y llamadas exhortativas, sino también reglas institucionales que faciliten que se hagan las cosas bien y dificulten la manipulación y la politización.

Se debe comprobar que la dinámica con la que se elaboran esos documentos responde a la de la búsqueda de la verdad por parte de los maestros de la fe, que son los obispos. Esto poco tiene que ver con el equilibrio de intereses, las luchas de poder, los compromisos. Cierto, esos factores siempre operarán en una Iglesia que es también –al fin y al cabo- institución humana, sometida por tanto a las dinámicas sociológicas y políticas de cualquier grupo humano.