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¿Qué significa una ‘espiritualidad LGBTI’?
15 - 06 - 2018 - EMERGENCIA ANTROPOLOGICA - Unión Gay

El arcoiris, omnipresente en nuestras sociedades, empieza a abundar en los pronunciamientos clericales y en las declaraciones de nuestros pastores. ¿Nos están preparando para algo? (Fuente: Infovaticana)

Hace más de una década, en 2005, la aprobación del llamado ‘matrimonio gay’ por el Gobierno de Rodríguez Zapatero me sorprendió iniciando la dirección de un semanario católico, ALBA, y, naturalmente, tuve que dedicar al asunto varios artículos.

Recuerdo que una de las reacciones con las que más me topaba -insultos aparte- era la de quienes preguntaban retóricamente: “¿por qué los católicos estáis tan obsesionados con los gays”? La respuesta evidente entonces era que si un periodista, no hablemos ya de un periodista católico, no veía noticioso y digno de comentario la equiparación de la institución más antigua y básica de la humanidad con la convivencia de dos personas del mismo sexo, algo insólito en la historia, no sé muy bien qué podría interesarle.

Lo que entonces no podía sospechar es que la pregunta volvería al cabo del tiempo, esta vez en mi propia boca, con un sentido completamente distinto. ¿Por qué no puede uno repasar la información eclesial sin encontrarse las dichosas siglas LGBTI (y sus ampliaciones y derivaciones) por todas partes? ¿Qué está cociéndose en las altas esferas de la jerarquía? ¿Por qué, en fin, están los clérigos católicos tan obsesionados con los gays?

Quien siga regularmente esta publicación sabe bien de qué le hablo. Ya en el Sínodo de la Familia, en el documento final, se introdujo un extraño pasaje que hablaba de reconocer y especial “los dones específicos” de los católicos homosexuales, aunque tenían a bien no aclarar cuáles pudieran ser esos dones.

Tuvimos el “¿quién soy yo para juzgar?”, tan aviesamente interpretado por la opinión pública, la barra libre para el ‘apostol’ del lobby, el inefable jesuita americano Padre James Martin, convertido en ponente estrella del Encuentro Mundial de las Familias de Irlanda para hablar del monotema, las jornadas de oración en Italia ‘contra la homofobia’, y ahora la obsesiva pastoral ‘progay’ de Ramón Llorente García, párroco de Nuestra Señora de Madrid.

Un cura, dirán ustedes, pues vaya. Pero yerran. A los sacerdotes que dicen o hacen cosas inconvenientes se les disciplina, como fue el caso de Santiago Martín, o se intenta. Pero don Ramón cuenta con las bendiciones de su -y mi- arzobispo, don Carlos Osoro.

Naturalmente, las personas con una orientación homosexual tienen toda la dignidad y todo el derecho a la acogida en la Iglesia como cualquiera, y su condición puede interpretarse como una dificultad añadida, una cruz, que haga especialmente meritoria una vida santa.

Pero no parece que las homilías de Llorente vayan por ahí. De hecho, no parece, leyéndole, que su audiencia gay necesitara mejora alguna, salvo la de aceptar con alegría “sus dones”, y que en realidad toda su prédica se dirigiera al resto, a ese 97%-98% de heteros, siempre en peligro de caer en la abominable ‘homofobia’, ese pecado de moda hoy e inexistente durante dos mil años.

Así, Llorente llama ‘leprosos’ a los ‘homófobos’ (¿una definición, por favor?) y les conmina a la conversión para transformarse “en misioneros de la diversidad afectivo sexual dentro y fuera de la Iglesia”. ¿Qué significa esto, exactamente? ¿Cómo se convierte uno en “misionero de la diversidad afectivo sexual”? ¿Qué tiene de especialmente positivo la inclinación homosexual para convertirla en objeto de ‘misión’? ¿No define el Catecismo de la Iglesia Católica la condición homosexual como “intrínsicamente desordenada”?

Cuando, por ejemplo, recuerda cómo trabó conversación con a un grupo de homosexuales y les interpeló para que “en vez de sexo busquen una relación sana de pareja”, ¿qué entiende por “relación de pareja”? ¿Ser amigos, llevarse bien, vivir bajo el mismo techo? ¿Lo mismo que cualquier grupo de heterosexuales que comparten piso?

Porque la realidad inescapable y constantemente eludida no solo por Llorente, sino por todos los que se empeñan en esta curiosa ‘pastoral’, es que lo único que diferencia a una pareja de homosexuales de dos buenos amigos que se quieran de verdad es el sexo. No hay otra. Negar el amor entre heterosexuales del mismo sexo es destruir todo el mandato central de nuestra fe: “Amaos los unos a los otros”.

¿Qué queda, entonces? La atracción sexual, el deseo de una relación que la Iglesia -y muchas otras religiones, si no la mayoría- considera gravemente pecaminosa. Una cruz, sin duda, pero, ¿en qué sentido hace esto posible o deseable la “auténtica y sana espiritualidad LGTB ” de la que habla Llorente?

Oscar Wilde se refirió en una ocasión a la homosexualidad como “el amor que no se atreve a decir su nombre”, algo que, desde luego, apenas se puede decir de nuestra cultura en general, en la que las grandes multinacionales se apresuran a vestir sus logos con el arcoiris a la menor provocación. Pero las palabras de Wilde podrían tener una aplicación oblicua a esta súbita omnipresencia de la temática LGBTI también en la vida eclesial y en las palabras de nuestros pastores.

Me refiero a esa combinación de consignas constantes y celebraciones jubilosas con una renuencia marcada a hablar claro, a decir en pocas palabras, palabras sencillas y directas, a qué se refiere, en concreto toda esta retórica. Si se trata de una mera acogida a un sector marginado, es absurdo porque hoy están cualquier cosa menos marginados; si es la atención a un colectivo que lleva una cruz especial, tanto regocijo y celebración resultan obscenos.

Y la tercera posibilidad… La tercera posibilidad, la que mejor casa con esta tendencia, es demasiado grave para insinuarla antes de tiempo.